La vida como simulacro
Atom Egoyan construye una parábola sobre la desintegración social en las sociedades actuales
Jorge Praga
Jueves, 2 de octubre 2025, 07:21
El director y su época. «Como originalmente provengo de otra sociedad, soy muy consciente de lo que hay que hacer con las normas, con ... las formas de comportamiento que te convierten en miembro de un país. Por esa razón me interesan mucho los personajes marginales que están fuera de la sociedad y también el por qué han sido excluidos y qué deben hacer para convertirse en miembros de ese grupo». Son palabras de Atom Egoyan en Valladolid, en 1989, cuando presentaba en la Seminci su tercer largometraje, 'Speaking Parts'. En esta, y en sucesivas obras, aflorará con insistencia su origen: descendiente de armenios exiliados instalados en El Cairo, donde nació el director en 1960. La familia se trasladará más tarde a Canadá, a la Columbia Británica, en donde montará un negocio de venta de muebles. En pocos años el niño Atom Egoyan ha atravesado tres culturas, tres nacionalidades, incluso tres alfabetos.
Las películas de Atom Egoyan se inspiran en esa multiculturalidad que enriquece al individuo pero al tiempo le exige un constante esfuerzo de adaptación. 'Speaking Parts' se centraba en las dificultades de control sobre la lengua, la materna y la aprendida. 'El liquidador' transita sobre la extrañeza social. Con ella consiguió la Espiga de Oro de la Seminci, el festival donde ha presentado una buena parte de su filmografía. Volvió a obtener el máximo galardón vallisoletano en 1997 con 'El dulce porvenir', una obra maestra premiada también en Cannes con la Palma de Oro. En 2002 rodó 'Ararat', aproximación a sus orígenes armenios, con el genocidio turco en primer término. Aunque ha seguido rodando películas y series en los últimos años, su presencia se ha ido reduciendo en estrenos y festivales.
El liquidador
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Director: Atom Egoyan. Intérpretes: Elias Koteas, Arsinée Khanjian,Maury Chaykin, 1991.
La película. Noah, el protagonista de 'El liquidador, trabaja para compañías de seguros que se hacen cargo de siniestros en los que el cliente ha perdido su casa y sus posesiones. Incendios o catástrofes que dejan a una familia arrumbada en habitaciones de un motel de carretera donde la ciudad y los contactos sociales desaparecen. Noah es la persona que no solo se encarga de su alojamiento, sino que establece con ellos una peculiar relación de servicio y afecto, incluso de realización de deseos materiales y sexuales. Todos viven una existencia precaria, sin base firme, en un territorio de nadie. El propio Noah escenifica perfectamente el no-lugar de esas vidas: su casa es el piso piloto de una urbanización que no avanzó más que para roturar el enorme solar donde se iba a edificar. Un desierto con una casa aislada, rodeada de paneles que prometen unas avenidas que no existen.
Todo está fuera de sitio en esta obra: las casas siniestradas de las que no quedan más que escombros, el chalé piloto en el que los muebles tienen falsos libros en sus estanterías, el falso director de cine que organiza sus rodajes sin cámaras, los encuentros casuales en el metro, la falsa humanidad del protagonista, el sexo falso de las películas sometidas a censura. Falsedad: simulacro, sustitución, un proceso de vaciado en el que se muestran distintas caras de un descarrilamiento colectivo. Nada es firme, no hay suelo donde asentar a estos prófugos de la normalidad a los que no les queda más que fingir para combatir la angustia y la desolación.
La marca de autor. La ciudad que alberga a los protagonistas tiene como exponente repetido y único el proyecto urbanístico que fracasó y del que solo queda el piso piloto en medio de un yermo. Los charcos acompañan al coche que lo cruza en tomas aéreas que recuerdan momentos de nuestra historia pasada, esos en los que la burbuja inmobiliaria dejó un cinturón de cascarones huecos en torno a las ciudades. La desolación es territorio común en el tardocapitalismo especulador. Egoyan potencia estas sensaciones cercando al chalé piloto con amenazas y ruidos que no se sabe si son reales o proyecciones de la angustia de sus ocupantes. La imagen del protagonista disparando flechas a los anuncios de la urbanización mezcla la potencia publicitaria de un icono con el desvarío que ronda los suburbios de las sociedades avanzadas.
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