Las cosas y sus nombres
Para Joaquín Díaz, el mundo, el paisaje y el lenguaje en la obra literaria de Delibes se ha convertido en una «utopía rural», en un algo inexistente (tal el significado de «utopía») y condenado a la extinción
Con motivo del centenario de Miguel Delibes, en este 2020, se han programado numerosos actos académicos y culturales en su memoria y honor, entre los ... que quiero destacar una exposición en Urueña, en el Centro e-Lea, ideada y pilotada por el músico, etnógrafo y folclorista Joaquín Díaz. Lleva por título 'Utopía rural: palabras y cosas en la obra de Miguel Delibes', y es, a mi entender, uno de los acontecimientos delibeanos de mayor calado y enjundia del programa del Centenario. Al escritor le hubiera satisfecho muy mucho.
Para Joaquín Díaz, el mundo, el paisaje y el lenguaje en la obra literaria de Delibes se ha convertido en una «utopía rural», en un algo inexistente (tal el significado de «utopía») y condenado a la extinción. La exposición recoge textos delibeanos, poniendo el punto de mira en el nombre primigenio de 'cosas' del entorno rural, cuya identidad y significado hay que explicar a pie de página. Cosas y nombres hoy en día «utópicos», inexistentes, porque aquello que no se nombra deja de existir. No dejen de escaparse a Urueña, amigos lectores de estas crónicas, y disfrutar de esta muestra. Entenderán mucho mejor a Delibes, de la mano y guía sabia de Joaquín Díaz.
Miguel apreció y admiró muchos a Joaquín. Y le profesó un gran y amistoso afecto. Lo sé de primera mano. Y ya que vengo, en estas «horas» dominicales, evocando nombres de amistades compartidas, voy a referirme hoy a una visita que cursamos Delibes y yo a Joaquín Díaz en Urueña. Fue al poco tiempo de trasladarse e instalarse él en la villa para dirigir la Fundación y el Centro Etnográfico que iba a llevar su nombre. Estoy hablando del 19 de marzo de 1990. Viajamos en el volvo de Miguel –él al volante, por descontado– y el día, víspera de primavera, era espléndido.
Profesor de autoescuela
Delibes me iba comentando que no acababa de entender el confinamiento de Joaquín en Urueña. Mientras acomodaban la casona –un palacio episcopal del siglo XVIII– donde se asentaría el Centro Etnográfico, Joaquín Díaz vivía en una casita del pueblo que, según Delibes, la tenía «como los chorros del oro». Pero es que antes de este acomodo provisional, nuestro amigo iba y venía diariamente desde Valladolid en el coche de línea, hora y media de viaje.
– ¿Y por qué no te haces con un cochecito –le sugiere Delibes–, para tener más libertad de movimientos?
Joaquín sonríe, entre benevolente y escéptico. Y cuando a eso de las 2 de la tarde nos desplazamos los tres hasta Villabrágima para comer, Miguel insiste y se transforma de repente en improvisado profesor de autoescuela al volante de su prepotente automóvil:
– Mira, Joaquín, es muy fácil: todo consiste en manejar el volante y en un sencillo juego de pies entre el embrague, el acelerador y el freno. Fíjate en mí, mira mis pies...
Joaquín le hace someramente caso, pero está claro que no está por la labor. Él prefiere seguir investigando sobre las cosas y sus nombres, antes de que las unas y los otros se conviertan en una utopía irreversible.
La sobremesa de aquella comida en Villabrágima fue un ten con ten entre el escritor y el etnógrafo. Ambos hicieron gala de un sentido del humor y una retranca muy parejas. Y de una amistad y admiración mutua que venía de lejos.
– Este muchacho ve crecer la hierba –me comentó Miguel Delibes en nuestro viaje de regreso a Valladolid–. Se refería a Joaquín Díaz. Y le llamó muchacho, lo recuerdo muy bien.
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