Visita a don Miguel
Delibes escribía en Sedano y en Valladolid, en la Redacción de El Norte y en su casa, porque su verdadero despacho habitaba en su cabeza
LA casa museo abre sus puertas. En el umbral de la entrada, antes de dar un solo paso, agacharemos la cabeza y revisaremos de soslayo ... la pulcritud de nuestro calzado. En caso de tenerlo, tras un movimiento reflejo, nos atusaremos el cabello con la mano; también, sin darnos cuenta, asentaremos con un gesto discreto el cuello de la camisa y palparemos con la yema de los dedos el botón superior de la chaqueta. Si hubiese una esterilla ante la puerta, no cabe duda de que la usaríamos con esmero antes de poner un pie en el interior.
Para muchos de nosotros, sugestión, devoción y admiración aparte, el lugar alberga más que una colección de objetos. Continúa siendo la morada de don Miguel. Y aunque nadie nos oiga, porque las palabras no saldrán de nuestra boca, será inevitable que al entrar digamos gracias, perdón, y con permiso. Así, con la gratitud por delante, sobrevolará nuestros ojos el salón recuperado, amplio y luminoso, de su vivienda en la calle Dos de Mayo.
Nuestra mirada acariciará despacio y con sumo cuidado los pequeños detalles de la estancia que ha sido al fin trasladada a un lugar seguro, visitable y apropiado, como hicieron los egipcios del pasado siglo con el gran templo de Abu Simbel —-aunque en este caso, mueble a mueble, cuadro a cuadro, libro a libro- para mantener intacto el particular hechizo de su conjunto.
Cuando estemos allí, como si alguien nos hubiera indicado que esperemos un momento mientras informan al anfitrión de nuestra visita, permaneceremos absortos con las manos a la espalda, el reloj parado y la emoción contenida, porque es probable que el hogar de don Miguel también nos observe con igual curiosidad. Nosotros apenas controlaremos la intensidad de nuestras emociones, porque sabemos que la magia de los lugares como el que acaba de abrir sus puertas en el Palacio del Licenciado Butrón es dadivosa con quienes los contemplan atentos.
En la Casa Delibes comienza a sonar el diapasón que marca el timbre de los clásicos. Ese que entona con igual modulación en el estudio de Víctor Hugo conservado en París, o en el de Blasco Ibáñez, que se custodia en Valencia; en el de Rosalía de Castro en Padrón y el de Benito Pérez Galdós en Las Palmas; el mismo que aún tintinea entre los muebles modestos de la humilde habitación que Antonio Machado utilizó durante su años de trabajo como profesor en Segovia. Y lo hace también, con igual intensidad, en el hogar museo de Mario Vargas Llosa, reabierto en Arequipa, a pesar del lamentable alboroto propiciado allí, a lo largo de la última semana, por los cabecillas airados y rampantes de nuestras principales instituciones lingüísticas.
Sin embargo, aunque jamás hayamos estado antes en el salón de don Miguel, todo en él nos será familiar porque somos capaces de reconocer sus rincones, su atmósfera y no pocos de sus detalles, como el de los libros dispuestos en estanterías infinitas y sobrias, del suelo a la pared, capaces de sugerir con su compacta abundancia que forman parte estructural de la vivienda; libros asentados en estrechos anaqueles que hemos contemplado gracias a las fotografías publicadas siempre que atendió a los medios en su hogar, ya fuera posando sentado en su butaca, ante su escritorio, o de pie, junto al retrato al óleo de su inmenso y poderoso perfil que para siempre reposará sobre el dintel de una chimenea dormida y llena de revistas.
Capítulo aparte será la intromisión en su despacho, tan cercano a esa cueva donde volaban los bisontes antes de ser untados en la superficie rugosa de la piedra por unas manos de las que desconocemos todo, excepto la huella que dejaron. El lugar y la huella del hombre. De eso trata todo esto: de huellas y guaridas donde hierve la creación de los autores. Bien es cierto que don Miguel escribió en infinidad de lugares, que su mundo jamás tuvo paredes. A a lo largo de su vida, el despacho de Delibes fue consigo a todas partes gracias a su inagotable capacidad de observación, tan asombrosa y tan atenta con todo el paisaje, la fauna y el paisanaje que el destino dispuso a su paso.
Delibes escribía en Sedano y en Valladolid, en la Redacción de El Norte y en su casa, porque su verdadero despacho habitaba en su cabeza. Esa que debía esforzarse en vaciar cada dos horas de unas ideas, como dejó escrito, para llenarla de otras completamente distintas con el fin de alimentar a su familia compaginando la docencia, el periodismo y la literatura.
Sin embargo, nosotros solo aspiramos a comprender parte de su genio contemplando la quietud de su escritorio; el modesto y sobrio carácter de una mesa antigua y castellana marcada en su superficie por el uso de los años. Nos gusta imaginarlo sentado en esa silla sencilla, con su espalda protegida por el retrato que Eduardo García Benito pintó a Ángeles de Castro y desafiado por el que le hizo Álvaro Delgado, frente a sí, como un espejo que le devuelve la mirada. Queremos imaginarlo allí sentado, bañado por la luz de la ventana mientras escribe al dictado de su voz interior, y nos permite acompañarlo.
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