Los poetas feroces cuentan lobos para dormir, como dice Pedro Flores en su libro del mismo título, flamante ganador del Premio Jorge Manrique en su ... edición de 2022; el mismo año, dicho sea de paso, que ganó también el Generación del 27, con 'Los gorriones contrarrevolucionarios'. Pero los poetas feroces, cuya ferocidad se mide en su capacidad de enfrentarse con bravura ilimitada al lenguaje, a sus sugerencias y connotaciones, no dejan un solo año, un solo mes, una sola semana, un solo día sin entregarse a la batalla del poema, su epifanía.
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En su último libro, 'Nuestro nombre es piedra', publicado por Rialp en su colección Adonáis, como ganador en este caso del Premio Alegría 2024, Pedro Flores (Las Palmas, 1968) vuelve a hacer gala de esa ferocidad poética que le ha permitido cuajar una carrera más que sólida a lo largo de ya cerca de cuarenta títulos, desde que publicó en 1994 'Simple condicional'. Un libro que el jurado se ha afanado en calificar con acierto como «orgánico»: una organicidad que permite que cada uno de los poemas del libro funcione como una obra de arte cerrada en sí misma, pero todos juntos constituyan un universo con identidad común. La identidad que el poeta articula desde la metáfora de la piedra, esa piedra que nos constituye, nos pesa y nos ancla a la realidad de un modo colosal, en apariencia inamovible. Pero que gracias al martillo de la palabra, al cincel perfilador de la poesía, no solo puede ablandarse hasta adquirir consistencia de piel, sino también trascender la propia fisicidad de la vida y de las cosas.
«Con la palabra piedra / se puede construir la palabra padre. / Padre cabe en piedra, / pero piedra no cabe en padre», escribe el poeta, narrador y dramaturgo canario en uno de los poemas de este libro, donde la memoria y la cultura, la experiencia y hasta la cotidianeidad (con la permanente referencia del padre y de la madre) pugnan por definir, por grabar de alguna manera en la piedra de cada poema, la identidad particular del escritor. Una identidad que, como en buena parte de sus anteriores libros, surge del encuentro, por no decir del enfrentamiento, entre la realidad y la interpretación poética de esa realidad. Con la música continua de la metapoesía: la capacidad, desde una expresión aparentemente inocente, de alcanzar una profundidad de campo que solo el lenguaje poético, con sus iluminaciones, es capaz de ofrecer. «Yo soy el verso invisible que está y que falta»: en la superficie, lo que dicen y dejan de decir las piedras o los dardos de las palabras; en el fondo, la infinita ternura, disfrazada de ferocidad poética, que nos ofrecen las piedras cuando cobran encarnadura humana. Una nueva muestra singular de la obra de un poeta singular.
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