'El jardín del artista en Eragny' (1898), de Camille. Pissarro

Atados a la tierra

UN ÁNGULO ME BASTA ·

Visiones muy diversas de la vida campesina y rural

Fermín Herrero

Valladolid

Sábado, 30 de noviembre 2024, 11:44

A raíz de la concesión del premio Nobel en 2020, la editorial Visor está publicando, con traductor de lujo, el poeta Andrés Catalán, la obra ... poética de Louise Glück. La entrega más reciente es 'Una vida de pueblo', compuesta mediante la técnica, común en la autora, del poema secuencia en versículos y con la originalidad de que el conjunto polifónico da voz al vecindario envejecido de un innominado pueblo del Mediterráneo. Sin renunciar a escenas costumbristas, entre «montes de los que nadie escapa», el armazón narrativo de los poemas, en forma monologal o de relato, posibilita siempre el aflorar de chispas epifánicas, señales del misterio en el transcurso de lo cotidiano. Con alternancia de la tercera persona testigo y de la primera confesional, al paso de las estaciones, asistimos a la existencia aldeana, sin idealización alguna, más bien se insinúa lo de «pueblo chico, infierno grande». Algunos, digamos, personajes huyen a la ciudad en cuanto pueden («es natural cansarse de la tierra»), pero vuelven, fracasados. Se salva la naturaleza, animada, igual que algunos animales, como el murciélago o la lombriz, personificados.

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  • 'Una vida de pueblo' LOUISE GLÜCK

    Visor, 214 páginas.
    16 euros.

Ya en un texto de sus 'Ensayos completos', también en Visor, con otro traductor de campanillas, el poeta José Luis Rey, defendía la elipsis, lo no dicho, como clave del poema. Así sucede en muchos de los que componen este libro, excepto en aquEllos en que lo fía todo al coloquialismo raso. Glück es una de las poetas que mejor sabe extraer de las escenas domésticas el componente lírico, mediante súbitos saltos de lo espiritual hacia la trascendencia. En esto es única. Aquí predomina lo visual, el «ver más allá de las cosas»; aunque igualmente tiene relieve lo olfativo: los aromas campestres, los montunos del tomillo y el romero, el de «la hierba alta» o el del «humo de leña de las chimeneas»; y lo auditivo: los solos de chicharras y grillos o «el rumor de las hojas por la noche». Lo iniciático del despertar sexual convive con las labores agrícolas, la plenitud veraniega con las melancólicas hogueras otoñales, el 'locus amoenus' con bosques «donde siempre reina la penumbra». En uno de los poemas, una anciana, durante un paseo nocturno, cree recuperar su ligereza y vigor juveniles. Lo mismo desearíamos para tantos pueblos de nuestra geografía, del mundo en general.

  • 'El fin de un mundo' CARMELO ROMERO

    Pepitas de Calabaza, 288 páginas.
    22,50 euros.

Por su parte, el profesor Carmelo Romero nos ofrece en 'El fin de un mundo' (Pepitas de Calabaza) el réquiem por la cultura agraria que ya entonara, en forma de pequeño epílogo, John Berger en 'Puerca tierra'. Se nota su condición de catedrático jubilado de la Universidad de Zaragoza, como en sus obras anteriores publicadas por Prames, la visión histórica permea y se imbrica en la narración. El primer capítulo, 'La última tierra', se inicia con el recordatorio de que «los sonidos de las paladas de tierra sobre un ataúd no se olvidan nunca». Una constatación certera, simbólica, aparte de premonitoria, sobre el contenido de la novela. A partir de ahí, Romero, con mano firme, a través de conversaciones hogareñas y paseantes, en plan peripatético, con una pareja de ancianos, Manuela y Antonino, nos narra justamente lo que indica el título, los estertores de una civilización campesina secular. El protagonista y narrador, «ya cercano a los cincuenta», tras asistir al entierro de su abuela materna, se queda a dormir en la casa de sus veraneos felices en Valdelpozal, seguramente trasunto del Pozalmuro soriano natal del novelista, pero «aunque la casa es la misma, ya nada es igual», pese a que allí siga su abuelo, con Angélica, una dulce cuidadora ecuatoriana.

A Pia Pera le gustaba remover la tierra y anhelaba tener un jardín donde aferrarse a ella, para fortalecer su espíritu.

Decide quedarse, tan campante, cual «gorrión en campanario», entre «testigos de un mundo ido», en el pueblo, como todos los del contorno, de secano y escaso término, camino de convertirse en camposanto, a la manera del 'Blues del cementerio' de Antonio Gamoneda. Mediante diálogos sabrosísimos, reflejo muy conseguido, tanto en léxico como en locuciones y giros lingüísticos, de un castellano legítimo también en vías de desaparición, Romero, como Glück, levanta testimonio, en absoluto embellecido, fehaciente y minucioso, de una forma de vivir periclitada. Se centra, al tiempo que homenajea a esa generación del gran éxodo, en el paso de la autarquía franquista al desarrollismo, en la década crucial de los sesenta, cuando se agudizó la espiral de la despoblación galopante. Mientras el narrador pega la hebra con el mencionado matrimonio de abuelos se recobran los oficios perdidos, los pormenores de costumbres, diversiones, labores y aperos antes de la tecnificación agraria y la ruina, las ruinas, de los pueblos.

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Ya de niña, posiblemente como a Romero, por el afecto que se trasluce en su novela por el terruño, a Pia Pera le gustaba remover la tierra y anhelaba tener un jardín donde aferrarse a ella, para fortalecer su espíritu. Muchos años después, abandonó el ajetreado y competitivo mundillo académico de la universidad de Trento y se hizo cargo de una finca abandonada de hectárea y pico en la Toscana, donde se retiró en busca de la paz interior. Fruto de ese apartamiento son las meditaciones de 'Las virtudes del huerto', así como 'Aún no se lo he dicho a mi jardín', 'El huerto de una holgazana', ambos comentados en esta sección, y 'El jardín que querría', a cual más interesante, que Errata Naturae viene publicando en nuestro idioma cada primavera, como manda la tierra con sus resurrecciones anuales.

  • 'Las virtudes del huerto' PIA PERA

    Errata Naturae, 166 páginas.
    18 euros.

En breves capítulos, con una sencillez maravillosa, abrumadora, que rezuma un lirismo siempre contenido, nunca regalado, Pera va esparciendo sus ideas para mantener la tierra, y la mente, nutrientes y fértiles, próvidas. En un ejercicio de ascesis, sin ánimo productivista, preconiza desde su 'hortus conclusus', su lugar en el mundo como «espacio de descubrimiento», darle un giro copernicano a la percepción de nuestros vínculos con la tierra y la naturaleza, en una apuesta por la vida y la belleza, manera inteligente, por añadidura, de cuidar de nosotros mismos y de la especie. Opta por cultivar, con los cinco sentidos, el huerto, con alegría, desde la emoción de sembrar, plantar, podar como quien esculpe, segar con el dalle, quemar el ramaje o regar.

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Su política de no intervención, que al final matiza, le lleva a simpatizar hasta con las plantas invasoras y las hierbas silvestres

Enemiga de la agricultura industrializada con su herbicida total, y de la jardinería cartesiana y arrasadora de lo agreste, defiende los terrenos incultos y es partidaria de una idea lo menos agresiva posible del jardín («la tarea del jardinero contemporáneo es, pues, favorecer las formas de vida, no combatirlas ni disciplinarlas») que, con proyección hacia un futuro cercano, «será ecológico o no será». Su política de no intervención, que al final matiza, le lleva a simpatizar hasta con las plantas invasoras y las hierbas silvestres, que consume en la medida que puede. Denuncia las malas prácticas hortelanas, como matarse a trabajar deslomándose sobre los surcos, envidiar el huerto del vecino o usar pesticidas. Reivindica las experiencias de los huertos escolares y municipales para favorecer, desde la niñez a la jubilación, «la felicidad que nos procura el contacto con las plantas y la tierra», en consonancia con el dicho clásico 'ora et labora'.

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