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Jaurès arenga a las masas contra la guerra en París.

Jean Jaurès: un siglo después

Se cumple un siglo del asesinato del político francés que más luchó por evitar la Primera Guerra Mundial

CARLOS GALLEGO

Domingo, 3 de agosto 2014, 13:07

CEl asesinato de Jean Jaurès (1859-1914) en el anochecer parisino del 31 de julio de 1914, solo unas horas antes de que se ordenara la movilización general de los ejércitos franceses iniciando la Primera Guerra Mundial, catapultó a la historia la figura excepcional de este político protagonista de las décadas finales del siglo XIX y del corto comienzo del siglo XX que le fue dado vivir. No habiendo desempeñado cargo público relevante (no llegó a ocupar cargo político en la administración pública), que tampoco ambicionó, su figura ha crecido con el tiempo hasta el punto de configurar una de las personalidades más atendidas en este año plagado de conmemoraciones, como ha expresado la excelente exposición en la sede central de los Archivos Nacionales durante la primavera pasada. Aunque en ella fue presentado Jaurès por el presidente Hollande como «un filósofo reconocido, un erudito impresionante y un patriota que sirvió a la paz hasta morir por ella», sin embargo la razón que ha engrandecido su figura más allá de su país se halla en la potente lucidez y la febril actividad que dedicó a evitar que se desencadenase el desastre que acabaría destruyendo Europa en los cuatro años siguientes a su muerte. Procedente de una familia burguesa pero pobre, Jaurès pudo formarse en la escuela republicana, a la que siempre dispensó un inmenso reconocimiento. Su carácter serio y trabajador le hizo acreedor de una beca para ingresar en la Escuela normal superior de París, donde estudió filosofía, letras clásicas e historia, para ganar después plaza como profesor en diversos institutos hasta que la política centró su dedicación, a partir de 1885.

La Primera Guerra Mundial sigue fascinando por su propia capacidad perturbadora: ¿cómo fue posible que la vanguardia de la civilización, de la sensibilidad y de la cultura acabasen implicándose en un proceso de inhumana autodestrucción, avanzando imparablemente hacia un horror hasta entonces desconocido? ¿Cómo ni siquiera se tuvo la capacidad para advertir lo que se venía encima? Cegados unos y otros por sus respectivos intereses, Jean Jaurès estuvo gritando desde 1890 su lúcida evidencia sin que los gobernantes quisieran escucharle, como en 1911 cuando ya sonaban los tambores bélicos: «Que nadie crea que la guerra del mañana será una guerra corta, que bastarán unos disparos para vencer al adversario; que nadie crea que el vencedor se contentará con los laureles de una rápida victoria y que el vencido será aniquilado por el terror de una súbita derrota. No; en el estado actual de las fuerzas militares europeas no hay un solo pueblo que pueda obtener fácilmente la victoria». Lejos de escucharle, en agosto de 1914 las tropas fueron enviadas al frente pensando que en la Navidad estarían de vuelta pero ese cálculo se prolongó otros cuatro años.

Jaurès fue un estudioso de la cuestión militar en LArmée nouvelle, de 1911, demuestra su profundo conocimiento del progreso de las armas y de los cambios en las tácticas de combate lo que le permitió volcarse en la evitación de sus luctuosos efectos en diversos frentes: por una parte, como defensor de las instituciones y de las normas que actualmente conocemos, propugnando el arbitraje internacional para la resolución de los conflictos, con tal convicción que llegó a publicar el mismo día de su muerte en su periódico LHumanité un último editorial con un enésimo aldabonazo insistiendo en la negociación; y, por otra parte, inspirando a los partidos de la Internacional Socialista (con el liderazgo del suyo, la SFIO) su oposición a la guerra a través de la movilización de la clase obrera (Stuttgart, 1910) hasta la huelga general (Congreso extraordinario de la SFIO de julio de 1914). Su figura en el histórico mitin del Pré-Saint-Gervais (25 de mayo de 1913) enardeciendo a una multitud de 150.000 personas concentradas contra la guerra, es la efigie de la racionalidad alzándose contra la fatalidad del conflicto que anhelaban los respectivos nacionalismos, el francés viendo en él la oportunidad de devolver al enemigo alemán los reveses anteriormente inferidos. Jean Jaurès murió, como vimos, sin tiempo para comprobar el acierto de su cálculo, pero su verdadero patriotismo se reveló cuando se impuso la amplitud de la catástrofe y la secuela de profundo sufrimiento; e incluso su primogénito, Luis Jaurès, murió a los 20 años en el frente tras alistarse como voluntario tres antes, cuando solo quedaban unos meses para que la guerra terminara.

Jaurès murió tiroteado a las 21:40 horas del 31 de julio en el Café du Croissant de la rue Montmartre, en las inmediaciones de la sede de LHumanité, el periódico que él había fundado, mientras cenaba con un grupo de redactores en el efervescente ambiente de esas jornadas. Su asesino, Raoul Villain, se justificaría diciendo que Jaurès era un traidor a la patria. Pero aunque fuera esa la mano que disparó, quien en realidad apretó el gatillo homicida fue la reacción que vengó así las grandes batallas parlamentarias que Jaurès había librado entre 1885 y 1914 defendiendo la democracia republicana, la emancipación integral de las personas y la paz entre las naciones por encima del oscurantismo social y del odio entre los pueblos.

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