La verdad de Sied
Su reconocimiento social lleva un veneno dentro, porque el listón para ser tratado como ciudadano no es para él ni para sus compañeros la normalidad de los que nos cruzamos con ellos por la calle
No he perdido el amuleto que cosí con la foto de Amelia –102 años, hombro desnudo listo para el pinchazo y ojos de regalar ... confianza en la vida– cuando estrenamos la vacuna frente a la covid y he puesto a su lado otro talismán. De repuesto, que nunca está de más. El nuevo es sonoro. Guarda la voz de Sied Muhamed, un chaval hoy vallisoletano llegado de Eritrea. Relata qué le llevó a lanzarse al Pisuerga en la negrura de una noche de marzo y rescatar de la muerte a un joven hundido en el agua. «En mi corazón solo estaba salvar a este chico», le escucho decir.
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En la vida hay ocasiones, contadas, en las que tropiezas con alguien que te regala un momento de verdad esencial. Y a eso hay que agarrarse para resituar lo que nos llueve a diario en la calle, en casa, en el trabajo, en la cola de la gasolinera, desde los informativos o escuchando y leyendo declaraciones de dirigentes políticos. «No pensaba más que en salvar la vida de ese chaval», cuenta Sied, convirtiendo en normal lo excepcional.
Su voz me lleva al punto 32 del acuerdo firmado por Alfonso Fernández Mañueco y Juan García-Gallardo, PP y Vox, que recoge el compromiso de promover una «inmigración ordenada». El término parece inocuo, pero no lo es, porque pone la lupa en lo que queda en el borde. Las personas sin documentación en regla o los 'menas', esos menores no acompañados elevados a problema tridimensional pese a tener un peso anecdótico en el contexto migratorio de Castilla y León.
Sied Muhamed fue un mena. Con 14 años dejó un país mísero y en guerra y llegó a Valladolid con 17 años. Atravesó África y se embarcó hacia Europa en una de esas pateras que convierten el Mediterráneo amable de vacaciones en Benidorm en un monstruo que traga ahogados. Le miro y hago el ejercicio emocional de poner en su lugar al estudiante de 4º de ESO que tengo en casa. Pueden hacerlo con sus hijos, sobrinos, vecinos... Desazona bastante el intercambio. Quizás una conversación con Sied Muhamed podría ayudar a Alfonso Fernández Mañueco y a Juan García-Gallardo a explicar qué es lo que van a hacer en esa promoción de la «inmigración ordenada», sumando conocimiento de primera mano y restando prejuicios y tactismo político.
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A Sied le mirábamos ayer con recelo y es hoy un héroe. Pero su reconocimiento social lleva un veneno dentro, porque el listón para ser tratado como ciudadano no es para él ni para sus compañeros la normalidad de los que nos cruzamos con ellos por la calle. La zambullida de Sied en el Pisuerga nos pone ante el espejo de una sociedad que exige a los apaleados de la vida un comportamiento fuera de serie para acariciar la carta de ciudadanía. Mueve a la reflexión.
Guardo como un tesoro el talismán que Amelia Bahíllo me dejó en víspera de la Nochevieja de 2020. «Mi ilusión es la ilusión de todos. Espero que esto sirva para todos los que han sufrido tanto», deseaba la centenaria mientras le pinchaban la Pfizer. Amelia me legó un chispazo generoso de verdad esencial, de humanidad sincera. A la vera de ese amuleto pongo el de la voz de Sied. Confío en que la vida, para variar, le sonría y que nos ayude a llenar huecos en un padrón anémico como el nuestro. También que el siguiente en la lista no tenga que tirarse al Pisuerga para volverse visible y ser aceptado. Con derechos y obligaciones. Como ciudadanos.
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