Un pasaporte y tulipanes rojos para cerrar cicatrices
Iuliana Muresan Murgu, segundos violines de la OSCyL
VICTORIA M. NIÑO
Jueves, 27 de marzo 2014, 18:04
Las tres pequeñas cicatrices de la mano izquierda de Iuliana son el punto y aparte de su vida. Abrazan el dolor físico provocado por la sinovitis, el del alma por la orfandad y la superación de todo ello con el empeño de no jubilarse, de seguir tocando. En vez de ir al psiquiatra, visitó al peluquero que le tiñó su característica mecha roja, tiró su «ropa de señora», salió de compras con sus amigas «jóvenes», y decidió viajar por placer, algo imposible durante los años de secuestro del pasaporte. Iuliana es católica y sentimental, como el Bradomín de Valle Inclán, una rumana que emite luz con su mirada ambarina y alegría desde su gran sonrisa de final melancólico. Lleva en la Sinfónica de Castilla y León desde 1991.
Iuliana nació sietemesina, llegó al mundo antes de lo esperado, un 1 de marzo en el que su madre se escurrió en el hielo de las calles de Cluj, la segunda ciudad universitaria de Rumanía, en el corazón de Transilvania. Con un padre director de la Ópera Húngara, el violín fue la imposición que hoy no cambiaría por nada, aunque entonces no tuvo opción. «Para superar una pequeña lesión cardiaca me llevaron a nadar. Cuando tenía ocho años y medio, mi entrenadora me apuntó a una competición de los de nueve, para que supiera cómo era aquello pero no podía ganar pues descalificarían al equipo. Acepté, me lancé y no pude parar, gané. ¡Qué bronca me echaron! Luego cuando le dijeron a mi padre que debía elegir entre la natación y el violín, me retiraron de lo primero». Y con el violín siguió Iuliana, viendo desde la ventana a los jóvenes irse de fiesta mientras ella seguía tocando. Pasó algo similar con las matemáticas, y volvió a ganar el violín.
«Anda, toca algo bonito»
«Vivíamos en un piso pequeño. Mi padre escuchaba las óperas que luego debía dirigir en una habitación, en la otra mi hermana tocaba el arpa y a mí me quedaba la cocina o el baño. Mi pobre madre no tenía sitio, mientras cocinaba me escuchaba. Estaba tan cansada de oír mis ejercicios que, de vez en cuando, me pedía 'anda toca algo bonito', y me oía tan cerca, que en mi primer concierto, decía que apenas me distinguía». Con su progenitora magiar hablaba en húngaro, con su padre en rumano.
En el conservatorio superior (9 plazas para 45 aspirantes) Iuliana conoció a Dorel. «Cada día apuntaba en la pizarra de quién era el cumpleaños y le felicitábamos. El dice que se fijó en mi ojos, yo creo que fue en las piernas». Extremidades o sentidos, desde entonces llevan juntos con una hija que ha compartido atril con su madre a las órdenes de su padre. Si entonces fue la pizarra, ahora es la intendencia. A Iluliana deben sus compañeros de la OSCyL la cafetera, iniciativas como el corcho de avisos, la animación navideña o la celebración del día de la mujer. «Se sumó el maestro López Cobos, probó la tarta y el licor de guindas». Le gusta cocinar, entre los pucheros recuerda a su abuela que tuvo restaurante nacionalizado durante el comunismo y las tradiciones de su país, marcadas por lo culinario. «Me encanta estar aquí, pero un extranjero donde está bien es en el avión. Siempre somos emigrantes. En este tiempo de crisis en España, deseo que los jóvenes salgan si quieren, pero lamento que no puedan quedarse en su entorno».
Tuvo silla en una orquesta rumana antes de venir a España. Hizo varias giras por Europa, tuvo varias oportunidades de escapar del 'secuestro laboral' en el que vivía. No quiere hablar de ello, pero se casó con Dorel y dejaron de salir al extranjero juntos. Uno u otro, así se aplacaba la tentación de escapar. «No teníamos nuestros pasaportes y fuera te ofrecían posibilidades, pero yo tenía a mi marido y a mi hija allí». Hubo viajes de noche y parte del día en autobús, daban el concierto en Italia y vuelta. «Me sentía una mercenaria de la música». En ese momento surge la posibilidad de Valladolid y Iuliana amanece aquí un Viernes Santo. «Creí que hacía calor, vine con el bañador. Bajé en el Campo Grande y vi una procesión, no entendía nada». Max Bragado y Carlos Rubio le dieron facilidades para hacer una prueba que se salía del arco permitido en su visado y en su billete de avión.
El calor cubano
«Un «acto de valor», así recuerda el quedare aquí mientras su familia seguía en aquel dúplex en el centro de Cluj, una ciudad que lo tenía todo, dos edificios de la ópera con orquesta, coro, ballet, solistas, un teatro de marionetas, una filarmónica, un teatro y la miseria de una sociedad controlada por unos pocos. Iuliana no siente rencor, se ríe al recordar aquella insistencia del lema nacional «trabajo, trabajo, trabajo. Nos decían que el trabajo ennoblecía, y nunca fuimos nobles». Asoma un poco la tristeza de un invierno a cuatro grados en casa y tener que dormir con la niña en la cocina y llevarla donde sus padres que sí tenían calefacción. Cuando en 2001 tomó la determinación de gozar de su pasaporte, viajó a muchos sitios. «En un mercado de Cuba empecé a llorar, se me vino todo de repente a la cabeza, la penuria que vivimos cuando no había nada era la misma allí que en Rumanía, la única diferencia es que en Cuba tienen calor».
La lesión en la muñeca izquierda le hizo renunciar a la plaza de asistente de solista, con la alegría de quien puede seguir tocando, un milagro tras dos años al borde de la jubiliación, eligió una silla discreta en el mar de los segundos violines. Iuliana ha tenido alumnos a los que ha transmitido el gusto por la música más que la disciplina profesional. Canta en el coro Renedo, cuida de sus plantas y recibe cada cumpleaños un ramo de sus flores favoritas, tulipanes rojos. Reconoce que el suyo es un trabajo duro que «consiste en estudiar, tocar, siempre con el instrumento en caliente», pero participar en un concierto es «entras en otra dimensión».