Laura y Carlos, el recuerdo para los vallisoletanos que murieron en el 11-M
«Algo se remueve cuando se acerca esta fecha», aseguran las familias de las víctimas del atentado en los trenes de Madrid, ocurrido hace veinte años
«Todavía hoy, veinte años después, algo se remueve cuando se acerca esta fecha», dice Concha Rodríguez, prima de Laura Isabel Laforga Bajón, una ... de las dos víctimas vallisoletanas que fallecieron en los atentados del 11-M. La otra fue Carlos Soto Arranz. Ella tenía 28 años. Él, 34. Ambos habían empezado a asentar una vida que ese día, por desgracia, se apagó. «La pérdida personal es inmensa y hemos tenido que aprender a tirar para adelante», cuenta Concha, con la memoria muy viva en aquella jornada que colocó un crespón negro en la historia del terrorismo en Europa. Este es el recuerdo, dos décadas después, de los vallisoletanos que viajaban en los trenes de cercanías (Guadalajara-Madrid) que el terrorismo yihadista hizo explotar el 11 de marzo de 2004. Hubo 192 personas asesinadas. Cerca de 2.000 heridos. Miles de familias con una cicatriz imposible de olvidar Y una sociedad golpeada por el terror.
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Laura Isabel Laforga Bajón
Una apasionada de la educación que iba a dar clase
La familia supo muy pronto, desde primera hora de la mañana, que algo grave le había pasado a Laura. No era normal que no llamara, que no contestara al teléfono, que no hubiera mandado un SMS con un mensaje tranquilizador: 'No os preocupéis. Os quiero. Estoy bien'. Entre ellos había una costumbre instaurada desde tiempo atrás. Cada vez que había un atentado terrorista en Madrid, los integrantes de la familia que vivían en la capital hacían esa llamada: «Estoy bien». «Ese día, la única que no llamó, que no puso nada, fue Laura», rememora su prima Concha. Ahí, la familia ya se empezó a temer lo peor. Aunque lo peor no se confirmó hasta catorce horas después. Laura solía coger ese tren para ir a trabajar. Quién sabe, tal vez ese día se había quedado en casa, no le tocaba madrugar, se había dormido. Quién sabe, quizá Laura había perdido el móvil, estaba herida, ingresada en algún hospital. Quién sabe, en algún momento Laura podía coger el teléfono y llamar.
«Fueron unas horas muy duras, terribles. Recorrimos varios hospitales, para ver si Laura estaba en alguno». No, no estaba. «Mi hermano Miguel Ángel [Rodríguez, periodista y asesor político] acompañó a mi tío a Ifema». Eran cerca de las nueve de la noche. «Y allí tuvieron que ir fallecido por fallecido, comprobando su identidad».
Laura era uno de ellos.
La joven hacía apenas unos meses que se había mudado a Madrid. De niña había estudiado en el colegio Amor de Dios. Había cursado Psicopedagogía y Magisterio. Y se marchó a la capital con la idea de encontrar un empleo vinculado con la educación. «Siempre le gustó la enseñanza y le encantaban los niños», recuerda Concha, quien durante una temporada tuvo a Laura viviendo en su casa, para cuidar de su hija. «Le gustaban especialmente los niños con algún tipo de dificultad, que requerían una atención especial». Por eso empezó a dar clases de español a menores de familias inmigrantes, sobre todo procedentes de China y Rumanía, en un colegio de Vallecas, como explican las periodistas Chelo Aparicio y Ana Aizpiri en su libro 'Las víctimas de la yihad' (Espasa), donde se incluye un perfil de todos los fallecidos en el 11-M.
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Allí cuentan que Laura vivía en San Fernando de Henares con varias compañeras, pero que ya había echado el ojo a un piso cerca de Príncipe Pío. «Ese era uno de los últimos días, si no el último, en el que Laura iba a coger ese tren», lamenta su prima Concha. La idea de Laura era mudarse junto a Laura Rodríguez, una prima de su novio Ángel, con quien salía desde que tenía 16 años. «Estaba muy enamorada», rememora su familia, quien días después de la tragedia publicó una esquela, en El Norte de Castilla, con un crespón negro, en la que agradecía «a todos los vallisoletanos, familiares y amigos las muestras de dolor y solidaridad».
El primer apoyo social a la familia tuvo lugar el 12 de marzo, por la tarde, durante el funeral en la iglesia de Santa Clara y el posterior entierro en el cementerio del Carmen. Días después, el 29, hubo otra misa de recuerdo en la iglesia de Santiago Apóstol, donde Laura siempre mostró su deseo de casarse. Era, como todos en la familia, cofrade de las Siete Palabras. «Siempre que recordemos a Laura tendremos que sentir un dolor compartido por las personas que han perdido la vida. Aunque nunca podremos olvidar el dolor que hemos sufrido, debemos perdonar para no entrar en una espiral de violencia», dijo el sacerdote que ofició aquella misa.
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Sus compañeros recordaron esos días que Laura era «muy cariñosa», una apasionada de su trabajo. La familia destacó su empatía, su pasión por la lectura («tenía la casa llena de libros y le encantaba leer cuentos a los niños»). Y además, se había recién estrenado como tía. «Es imposible no recordarla con cariño», dice su prima Concha, quien siempre ha ejercido como portavoz de los padres de Laura, de su hermana Beatriz, de una familia golpeada por el mayor atentado terrorista de la historia de España.
Carlos Soto Arranz
El regreso a casa después de una larga noche de trabajo
Aquel 11 de marzo, Carlos se había pasado toda la noche trabajando. Tenía que terminar un encargo y no lo quería demorar mucho más. «Llegaré a tiempo para llevar a los niños al colegio», le dijo a Eva, por teléfono, a primera hora de la mañana. Nunca pudo cumplir su promesa. Carlos, soldador en un taller de carpintería metálica, cogió el tren de cercanías C-2, de doble planta, en Alcalá de Henares rumbo a San Sebastián de los Reyes, donde vivía junto a su pareja, Eva. Eran las 7:10 horas. Tenía tiempo de sobra. Pero a las 7:38, cuando el tren llegaba por la estación de El Pozo, dos bombas explotaron en los vagones cuatro y cinco. Carlos, con 34 años, falleció justo cuando por fin la vida le empezaba a sonreír.
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No había tenido una infancia sencilla. Con apenas 14 años, se quedó huérfano. Era el menor de tres hermanos de una familia residente en Quintanilla de Onésimo. Sus padres, explicaban los artículos de aquellos días, habían muerto de cáncer. Sus hermanos mayores, que hoy viven en Valladolid y León, siempre se han mantenido al margen de los actos de recuerdo y de homenaje a las víctimas. Carlos residía en Valladolid cuando conoció a la mujer que le cambiaría la vida a través de Internet. Allí, en el ciberespacio, Carlos se hacía llamar Wallace. En un foro se cruzó con Eva, una mujer con la que primero comenzó a chatear, con quien se empezó a citar y con quien finalmente se fue a vivir en San Sebastián de los Reyes. Fue su primera novia. Estaba divorciada y tenía dos hijos pequeños, Darío y Lucas, con los que Carlos trabó muy pronto una buena relación. Les gustaba jugar a los dardos y al fútbol en el ordenador. Carlos era también un apasionado de la bicicleta.
«Tuvo que pasar de los 30 años para que empezara a vivir bien», recordaban sus amigos en los perfiles que, en aquellos días, publicó la prensa sobre él. Había consolidado su pareja (con quien vivía desde hacía tres años), había encontrado trabajo como soldador en una carpintería metálica, habían conseguido ahorrar lo suficiente para comprarse una casa y abandonar el piso de alquiler. Sobre todo entonces, que eran uno más en la familia. Carlos y Eva habían sido padres apenas unos meses atrás. El 22 de octubre de 2003 había nacido Laura, su hija. Estaban muy emocionados con ese nuevo miembro en el hogar.
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«Vamos a tener una niña con ojos azules», vaticinó Carlos en uno de aquellos chats que compartía con Eva. Y aquella promesa se hizo realidad. Carlos apenas pudo ver esos ojos azules durante unos meses. No ha podido ver a su hija crecer. Carlos fue enterrado en un cementerio de San Sebastián de los Reyes, después de que su cuerpo fuera identificado gracias al teléfono móvil que llevaba encima. Hasta allí se desplazó la familia de Valladolid. Luego hubo un homenaje en su localidad natal, Quintanilla de Onésimo, donde «todos los vecinos estaban profundamente conmocionados», recordaba la crónica de aquellos días.
Tanto Laura Isabel Laforga Bajón como Carlos Soto Arranz recibieron el 22 de mayo de 2004, a título póstumo, la Medalla de Oro al Mérito en el trabajo. En marzo de 2005, justo un año después del atentado, la condecoración de la gran cruz de reconocimiento civil a las víctimas de terrorismo. Meses más tarde, Eva, la pareja de Carlos, veía reconocido su derecho a una pensión excepcional derivada de atentados terroristas.
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