Provinciano universal
Zorrilla vivió en diferentes viviendas en sus diferentes etapas en Valladolid, por lo que podemos decir que toda la ciudad es un enorme recuerdo
Lo primero que ha de entender el lector es que José Zorrilla nos pilla realmente cerca. No estamos hablando de Cervantes o de Quevedo sino de alguien que muere en 1893, es decir, antes de ayer. Los abuelos de muchos de nuestros lectores conocieron a José Zorrilla vivo, paseando por los jardines de su última casa de Fray Luis de Granada —que también fue la primera— y que coincide con la casa que casi todos los vallisoletanos elegiríamos si tuviéramos libertad y dinero suficientes. Qué maravilla de lugar para fundar un hogar, a la sombra de los palacios de Pimentel y Villena, entre las campanas de San Pablo y la fachada del Colegio de San Gregorio para recordar cada día los pilares que conforman nuestro legado. Esto de lo identitario llega a tal punto que allí enfrente tuvieron que poner la comisaría que entrega al pucelanos su DNI. Pero, por volver al asunto temporal, de la muerte de Zorrilla a los Juegos Olímpicos de Barcelona hay solamente un siglo. Del nacimiento de Zorrilla al de Cervantes, el doble. Para mi abuela, que nació en 1910, Zorrilla es como para mi Pío Baroja o Azorín, es decir, algo plenamente vigente que casi se podría tocar si estiramos la mano. Así, Zorrilla es el punto medio entre la capital de la corte y la ciudad actual; entre el Valladolid de los Austria y el del AVE; entre el Valladolid decadente y el emergente.
Y la equidistancia no solo tiene sentido si la utilizamos como epicentro de dos mundos; también de dos ciudades. Cuando Zorrilla nace en 1817, Valladolid es una distopía decrépita; cuando muere en 1893, una ciudad en auge. Empezando por lo primero, el abandono de la Corte dejó un paisaje apocalíptico con cientos de palacios y casonas abandonadas, con las tapias caídas, los muros derruidos y los techos hundidos. Esta decadencia dura dos siglos y toca fondo a principios del XIX, pero la guerra contra los franceses vino a darnos la puntilla. La invasión francesa fue especialmente dura en nuestra ciudad, que tuvo la desgracia de ser elegida plaza militar, es decir, de sumar seis mil gabachos juntos, dedicados a robar, a destrozar el patrimonio y a humillar al pueblo como en un parque de atracciones sádico. Solo quedan en pie los conventos, desde los que día y noche salía el bisbiseo tétrico de quien reza sin fe. Las calles están vacías: Valladolid era una ciudad construida para cien mil habitantes en la que solo viven veinte mil, la mayor parte de los cuales están, como decimos, recluidos voluntariamente en la soledad de la vida religiosa. Pero sucede que los conventos contaban con los grandes huertos, consumiendo en exclusiva los recursos de las escasas tierras fértiles, desabasteciendo al resto de la ciudad y sumiéndola en la pobreza. Pero en 1836 se desamortiza el Convento de San Francisco y muchos otros, naciendo en ese espacio el Valladolid burgués. Se construye el Campo Grande y se llevan a cabo las reformas de Miguel Íscar; llega el Canal de Castilla, el ferrocarril y el auge de la industria harinera; se levantan el teatro Calderón, el Lope de Vega y el Zorrilla; nace El Norte de Castilla, el Círculo de Recreo y la ciudad pasa de esos veinte mil habitantes a setenta mil, viendo nacer una nueva clase social —la burguesía— y dando inicio a una época de esplendor que tendría su apogeo con la llegada de FASA Renault y el desarrollismo de los años 60.
Zorrilla nos enseñó que la literatura es esa gran mentira que uno se ha de creer primero para que los demás se la crean después
Zorrilla vivió en diferentes viviendas en sus diferentes etapas en Valladolid, por lo que podemos decir que toda la ciudad es un enorme recuerdo. Vivió en Fray Luis de Granada, en María de Molina, en Duque de la Victoria, en las actuales Echegaray, San Martín e incluso en la calle Santiago. Para seguir la tradición — total, ¿quién es Zorrilla?— por supuesto, sin una sola señal que lo indique, que ya sobra con una casa. Al contrario de lo que sucede en Madrid, por cierto, en el número 2 de la calle Santa Teresa, casi en la plaza de Santa Bárbara, donde una placa recuerda hoy en el lugar en el que falleció.
También sabemos que, en alguna visita, se hospedó en el Hotel de France —actual residencia universitaria Reyes Católicos—, en la calle Teresa Gil, frente a esa Casa de las Aldabas que viera nacer al rey Enrique IV. Un tipo del centro, como ven, que iba a los toros a la plaza del Viejo Coso, que tomaba café en el Café del Norte, que estudiaba en la Universidad —allí conoce a Madrazo— y que fue bautizado en la iglesia de San Martín. Me enteré por Jesús Anta que «en cierta ocasión el poeta anduvo por la calle de Cantarranas —hoy Macías Picavea— con un canario de la mano que se le había escapado de la jaula a un amigo, que tuvo la suerte de que el ave fuera a posarse en el balcón de la casa de Zorrilla, en la calle Baños —ahora Echegaray—, y reconocido por este se lo llevó a su casa». No podemos evitar pintar la escena mentalmente: en la sombría calle Macías Picavea, un señor con toda la pinta de Charles Dickens —el parecido es asombroso—, con su perilla, su pelo largo y su levita, caminando lentamente con un canario en la mano, como si fuera el loro de un pirata. El pasaje tiene algo de Valle-Inclán, de Ramón Gómez de la Serna y, si me apuran, hasta de Dalí.
Pero si Zorrilla era alguien, ese es Joaquín Sabina. Permítanme la licencia, pero es la conclusión a la que he llegado: un ingenio puro, especialmente dotado para el fulgor de las letras, adorado por sus coetáneos, brillante, inmensamente popular, con un éxito atronador, querido en España y en México, vividor, bohemio y tirando a crápula. Los retratos se superponen como un guante. No debe extrañarnos la ilustración de Sr. Comba que muestra su cortejo fúnebre, con más de cincuenta mil personas saliendo de la Academia de la Lengua y siguiendo por las calles Valverde, Desengaño, Fuencarral, Montera, Puerta del Sol, Mayor y Cuesta de la Vega hasta el Palacio Real, deteniéndose en todos los teatros donde se habían representado sus obras, hasta ser enterrado en el cementerio de Santo Justo, actualmente integrado en el de San Isidro. Un sepelio de estado, ceremonioso y en Madrid, que no parece que se ajustara exactamente a lo que pidió: algo humilde, sin alardes y en Valladolid. Pero no creo que el de Sabina, en su momento, sea muy diferente. Vemos, en cualquier caso, que ya por entonces todo se politizaba. Y más la muerte de Zorrilla, que huyó de la política como de la peste. Quizá por eso al cortejo se unieron ministros, literatos, académicos o diputados —entre ellos Cánovas del Castillo, el general Martínez Campos, Menéndez Pelayo o el nobel José Echegaray— además de una cantidad enorme de personas del pueblo llano, agradecidos de por vida al poeta por el Tenorio, mito universal nacido de la cabeza de un vallisoletano de solo veintisiete años. Solo harían falta tres años para que sus restos llegaran a su ciudad, como pidió. En ella siguen descansando.
Si un entierro puso el broche a su enorme fama, otro entierro sería el origen de la misma. Con 19 años, Zorrilla nace como poeta, apareciendo como espontáneo en el entierro de Larra y, del algún modo, ocupando su lugar en el imaginario global del romanticismo español. Fue un 15 de febrero de 1837. A la vez ante su féretro y ante «el todo Madrid», apareció un joven «desconocido, delgado, pálido, de larga caballera y expresivos ojos», según nos cuenta Velarde. «Aquella tarde fría y nebulosa fue solemne —prosigue—. Vio la conjunción de dos crepúsculos. Un sol se alzaba en el oriente de la literatura al hundirse otro sol en el ocaso. España, al perder al más grande de sus críticos, encontró al más popular de sus poetas».
Si algo hay que agradecerle es que inaugurara la 'literatura del yo', la contemporaneidad más pura
Pero si algo hay que agradecer a Zorrilla es que inaugurara la 'literatura del yo', la contemporaneidad más pura. Y ese es su gran legado. En realidad, los grandes escritores, los verdaderamente grandes no hablan del mundo sino de sí mismos. Y al hablar de sí mismos, lo explican todo. Por supuesto, todos los escritores quieren hablar de sí mismos, pero sólo unos pocos elegidos tienen el estilo apropiado para convertir eso en literatura. Porque el 'yo' no se escribe solo, hay que vestirlo de música y de infancia, de mujer y de noche. El 'yo' sin estilo es diarrea, pero el 'yo' con estilo es Proust, es Cernuda y es Umbral. Y desde San Agustín hasta Cela, lo único que hacemos los escritores es buscar una primera persona que suene a verdad, aunque sea mentira. Z0rrilla nos enseñó que la literatura es esa gran mentira que uno se ha de creer primero para que los demás se la crean después. Y Zorrilla escribe sobre él porque es lo único que tiene a mano y porque el mundo no le interesa si no pasa por su filtro. Eso es la literatura del yo: convertir una calle de provincias, una culpa adolescente o una madre muerta en una página que palpite aún más que la realidad.
Todo esto alcanza su cénit en 'Recuerdos del tiempo viejo', un libro imprescindible en el que, a partir de 1879, escribe su vida y sus recuerdos y donde muestra toda esa fragilidad, esa timidez y el carácter depresivo e incapacitado para el ahorro de un creyente lleno de culpa que, a través de su obra, busca la absolución. Digan lo que digan los expertos, se trata de su mejor obra. O, al menos, la que más me interesa. Porque, pese a todo, Zorrilla fue un poeta fácil, ripioso, de una calidad lírica discutible. Pero su prosa confesional es ágil, rápida e interesantísima. Se ha dicho muchas veces que de un poeta mediocre puede salir un prosista excelso —ahí tienen a César González Ruano o al propio Umbral— y esto se cumple como nadie en Zorrilla, que tenía todas las cualidades para haber sido un extraordinario columnista: cultura, ingenio, acidez, mala leche y una prosa subjetiva, narrativa, literaria y a veces moralizante. De algún modo lo fue: esos 'Recuerdos del tiempo viejo' se publican en 'Los lunes de El Imparcial', donde —de nuevo Velarde—muestra que «era joven en el tiempo viejo y viejo en el tiempo joven. Esa contradicción—lo viejo frente a lo nuevo— configura toda su obra». Conviene entender que el esplendor del romanticismo en España coincide en el tiempo con el esplendor del liberalismo, de 1834 a 1844, tras la muerte de Fernando VII. Y Zorrilla vivió su vida en una suerte de 'Transición' que nos llevaría desde el absolutismo hasta la modernidad del convulso siglo XX.
No es su única contradicción: el hijo de un absolutista como símbolo de un nuevo tiempo, el provinciano universal, el vallisoletano que triunfa en Madrid, la celebridad ahogada en la escasez, el poeta que pasa a la historia por el teatro pero que brilla en la prosa, el antipolítico aclamado por los políticos, el yo sentimental que esconde su timidez mostrándola en todo su esplendor, el noble rebelde que quería ser Chateubriand, pero logra la inmortalidad siendo solamente él mismo. Con estos mimbres, se entiende mejor que su estatua opte por dar la espalda al paseo que lleva su nombre. Posiblemente no haya una manera más bella de trascenderlo.
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