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Jesús Quijano
Sábado, 3 de noviembre 2018, 20:45
Se habrán inundado a estas horas los medios y las redes con mensajes de pena, de recuerdo y de reconocimiento al alcalde Tomás Rodríguez Bolaños. Y será justo y merecido que así sea. Fue el primer alcalde de la ciudad democráticamente elegido por los vecinos en aquellas inolvidables elecciones municipales de 1979; pero, incluso más importante que eso, fue un buen alcalde, que supo ver, junto a un grupo de concejales que, como él, superaron la inexperiencia con sensatez y generosidad, lo que la ciudad necesitaba en aquel momento, cuando tantas cosas estaban por hacer. Y más aún, desempeñó a la perfección esa otra faceta que corresponde a un buen alcalde, la del personaje cercano, asequible, amable, abierto, moderado y tolerante. Así que no tiene nada de extraño que la inmensa mayoría de esos mensajes reconozcan que fue un buen alcalde y, además, una buena persona. Bastaba recorrer con él cualquier calle de la ciudad, o tomar un vino en cualquier establecimiento, para comprobar la cantidad de personas de la más variada extracción que se acercaba a saludarle, mostrándole simpatía y afecto. Sociable, como era, hasta el extremo, formaba parte del paisaje de la ciudad, presente aquí y allá, casi como si el tiempo y la presencia lo hubieran convertido ya en una institución reconocible. Se hará notar el hueco, sin duda; y no solo en los lugares que frecuentaba con asiduidad; también en la memoria y en el corazón de muchísima gente que le conocía y le apreciaba.
Me sumo apenado a tantos reconocimientos, pero el alma me pide personalmente algo más. Nos conocimos allá por los primeros años 70 cuando, desde distintas procedencias, sindical la suya, universitaria la mía, nos acercamos junto a otras personas al Partido Socialista Obrero Español. Lo hicimos para quedarnos, convencidos de que esa era la opción que representaba lo mejor de nuestra historia y de nuestro futuro. Desde entonces han sido más de cuarenta años de amistad personal, además de compañerismo político. Cierto que no era complicado establecer relación amistosa con Tomás, pero cuando el afecto creciente, la coincidencia y la complicidad se han mantenido de forma tan continuada y tan intensa, eso que llamamos amistad personal adquiere un nivel muy superior, incrementado, creo yo, por una cierta similitud en el carácter. Y efectivamente, así ha sido, hasta el punto de que no es separable nuestra relación, y la de otros amigos comunes, de la que ha alcanzado a nuestras familias, transmitida a nuestros hijos y a nuestros nietos respectivos.
Se me echa encima un verdadero torrente de recuerdos y de momentos compartidos; de celebraciones, de reuniones, de actos públicos, de aficiones, de cenas en grupo con sobremesa larga de canciones y bromas, de buen rollo porque con él era imposible tenerlo malo. Los días felices y relajados del verano en la Ría de Arosa, en costumbre ininterrumpida desde hace 35 años hasta este último mes de agosto; las recurrentes citas navideñas; las comidas tertulianas de distinto signo, hasta la última de la semana pasada. Tantos y tantos momentos irrepetibles e inolvidables; tanto hueco que percibiré casi cada día en cuanto intente volver a la normalidad y piense en llamarle para quedar o para comentar cualquier asunto.
Me quedo con la amistad; en lo político prácticamente siempre coincidimos, seguramente porque la trayectoria común y el contexto del que veníamos lo facilitaba mucho. También hubo momentos o episodios en los que tuvimos percepción matizadamente diferente; jamás sufrió la amistad, ni en lo más mínimo, estando como estaba muy por encima de las opiniones ocasionales y de coyuntura.
Así que ahora, cuando se empiece a notar la amargura de la ausencia y eche de menos en tantas ocasiones la compañía grata de un amigo entrañable, intentaré poner en valor todo lo vivido juntos, sabiendo que entre ello está seguramente una de las partes más felices y más bonitas de nuestros días. Habrá añoranza, nostalgia y melancolía, pero podré decir con orgullo que tuve la inmensa suerte de conocer y querer a un tal Tomás Rodríguez Bolaños. Un excelente alcalde de la ciudad de Valladolid; un buen compañero de andanzas políticas y una buena persona; para mí, además, un amigo entrañable.
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