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Víctor Vela
Lunes, 15 de febrero 2016, 18:53
Saludemos a Diego, digamos hola a Alicia, mandemos un recuerdo para Lidia, para Seidu, para Rosa, Clara y Maruja. Enviemos un abrazo para todos ellos ahora que saben que este primer párrafo no es solo mancha de tinta, dibujitos sin sentido sobre el papel, sino un mensaje de enhorabuena en toda regla. Hace unos meses, estas letras serían mensaje oculto para ellos.Un código cifrado. Un imposible caligráfico. Hoy no. Hoy lo pueden leer. Y saber así que ellos, que Diego, Alicia o Lidia... son los protagonistas de una noticia que cuenta su historia, la de aquellos adultos que aprendieron hace poco, hace nada, con la vida ya andada a leer y a escribir.
Son alumnos del taller de alfabetización (alfa, lo llaman)que imparte la Fundación Rondilla en el centro cívico del barrio.El programa respira al fin tranquilo después de unos meses de zozobra. Hace justo un año estuvo a punto de desaparecer. De estampar su punto final. El anterior equipo de Gobierno eliminó la subvención municipial para la educación de adultos en La Rondilla. Ni alfabetización, ni español para inmigrantes, ni informática básica, ni inglés, ni aprendizaje permanente, ni tertulia literaria. En total, 280 alumnos. En horario de mañana y tarde. Con más de diez años de experiencia.
«Entre enero y junio trabajamos con profesores voluntarios, echando mano de nuestra huchita, de nuestros recursos, porque esa era la única subvención que teníamos;y la quitaron», explica Maribel Merino, responsable de la Fundación, quien llegó a temer que el proyecto hubiera escrito su final. Pero en octubre, el alcalde, Óscar Puente, firmó el convenio por el que el Ayuntamiento recuperaba, con 15.500 euros, la financiación para el programa de Aprendizaje a lo largo de la vida. Ahora meses después, con el curso avanzado Rosa, Clara o Maruja pueden leer esta noticia de la que son protagonistas.
Lapicero y cuaderno
Vienen a clase con la ilusión intacta y con una goma de borrar ya usada. Con una carpeta en la que han escrito su nombre. Con un cuaderno en el que cosen letras que dicen el peine no tiene pelos, la paloma pasa despacio, ese pomelo pica un poco. Vienen a clase con mucha vida vivida. Aunque es ahora cuando la empiezan a escribir.
María Antolín siempre ha sido Maruja. O sea, desde hace 80 años. La cuarta de nueve hermanos. Con cuna en Dueñas.
¿No fue al colegio, Maruja?
¡Qué va! A lo mejor tres días. Empecé a trabajar muy pronto. Desde pequeña. A servir en casa de los ricos del pueblo. Me daban bien de comer, me iba a casa a dormir, pero me dolían tanto las rodillas de fregar los suelos...
¿No aprendió a leer?
Alguna cosilla, muy poco. Las letras no las entendía. Le preguntaba a mis hermanos..., dice Maruja, con un lápiz en la mano del que brotan las palabras que durante tanto tiempo no pudo escribir. Ahora ya sé lo que pongo, aunque lo ponga mal.
Ella, Maruja, es una de las mujeres que acude a las clases vespertinas de alfabetización. Hora y media. De lunes a jueves. Aquí aprende a leer, a escribir, a echar cuentas.
«Aunque a mí eso de los números no se me da tan mal», dice Rosa Salcedo, ochentaytantos años, emigrante en Suiza. «Todavía no sé ni cómo llegué allí sin saber leer en mi propio idioma», reconoce. Su marido trabajó en un fundición de hierro. Allí vivió con sus seis hijos hasta que decidieron volver a España. Y ahora, tanto tiempo después, Rosa ha decidido que quiere aprender. «Un día me dije: tú no te vas al hoyo sin saber leer». Y se apuntó a las clases. Demuestra con orgullo que ya sabe muchas letras, cuenta con modestia que hay palabras que se le atragantan de tan largas como son, dice con ilusión que practica por la calle y en el supermercado, que se fija en lo que ponen los carteles, en los folletos que llegan al buzón. «Si mandaban una carta a casa siempre la leía mi marido. Oalguno de mis hijos. Ahora empiezo a leerlo yo también».
Asu lado, Clara Pajares, 77, la séptima de ocho hermanos, con un padre capataz de Renfe que cambiaba cada poco de destino y unos hijos que apenas pisaban la escuela. «Lo poco que yo sabía es lo que me enseñó mi padre en una de esas mesas grandes que siempre había por casa», recuerda. Eran aquellos años en los que no había tiempo para letras cuando tocaba «lavar, coser, la plancha, quitar hielo, la remolacha». ¿Y ahora? «Hace dos años falleció mi marido. Y me veía tan sola en casa. Las tardes eran tan largas...». Estas clases que empezaron como pasatiempo sirven para aprender a leer y escribir, pero son también terapia y ayuda. Lo cuenta Azucena Pisonero, la profesora. «Las clases de la tarde no solo son de alfabetización, sino que también hacemos muchos ejercicios para mantener la mente despierta», explica.
La clase de hoy la completa Lidia Juárez. Ella sí que fue más al colegio de pequeña. Tres años. En Mucientes. «Pero cuando cumplí los 13 me vine a servir a Valladolid». Dice que no olvidó lo poco que aprendió de pequeña, que eso le servía para dar un rápido repaso al Pronto... «aunque muchas cosas no las entendía». Ahora mejor. «Es verdad que soy muy perezosa, que me cuesta leer en casa». Pero vence la desidia con fuerza de voluntad.
Cuenta Maribel Merino que este turno de tarde suele estar lleno de mujeres de edad ya avanzada, que aprenden con setentaymuchos, con ochentaycuántos, lo que la vida no les enseñó antes. Aunque a esta hora también viene Fátima, marroquí, hostelera. Por la mañana el perfil cambia. Son alumnos más jóvenes. Algunos vienen derivados de los centros de acción social, con el compromiso de acudir a clase a cambio de la renta garantizada.
Para leer un cuento
Seidu Wenna es natural de Ghana. Lleva seis años en Valladolid. Habla un español muy bueno, casi perfecto. Yahora lo está aprendiendo a leer. A escribir.«Me lo pedían en algunos trabajos», explica Seidu, quien acude por las mañanas hasta el centro cívico deLa Rondilla desde el albergue en el que pasa las noches.
Diego Escudero, 43 años, se lamenta de haber perdido tanto tiempo. De no haber aprendido antes. «¿Te imaginas? Si hasta podría ser abogado. Fíjate, el colegio nunca me gustó. Nada. Yahora me apetece. Saber que cuando te llega a casa una carta del Insalud la vas a entender sin decirle a la hija que te la lea».
Lidia Escudero, 25 años, todavía recuerda ese día en el que sus peques (2 y 5 años)le pidieron algo. «Mamá, ¿nos lees un cuento?», le preguntaron. «Ese día supe todo lo que se me escapaba por no saber leer».Dice que todavía le cuesta, que en ocasiones no entiende «ni papa», que de tanto en cuanto tiene que repasarlo «veinte veces y muy despacio», pero que ya se maneja sola.
¡Ymuy bien!, tercia Azucena, la profesora, quien recuerda que hay alumnos que vinieron sin saber empuñar un bolígrafo y otros que se sorprenden cuando descubren que tienen buena caligrafía.
Cuentan Maribel y Azucena que enseñar a los adultos tiene su parte buena.«Aunque no sepan escribirlas, les suenan las palabras, saben su significado». Hay diversos métodos. Uno, por ejemplo, empieza a partir de la palabra piso. Después, la palabra tele. Luego la palabra ropa. «Nunca se enseña una letra sin haber aprendido la anterior», explican las profesoras. En mayúsculas y minúsculas. Con diferentes grafías.
¿Y cómo se maneja uno, por ejemplo, en las tiendas, con los recibos, los letreros de la calle?
Hay muchas cosas que te aprendes de memoria. Que aunque no sepas leer, sabes lo que significa porque lo has visto muchas veces. Ycon las cuentas a mí no me engañan, explica Alicia Hernández, 40 años, la mayor de diez hermanos a los que tuvo que cuidar desde pequeña.«Por eso no fui al colegio.Mis padres se iban a currar, a la chatarra, la vendimia, la patata y yo tenía que ocuparme de todos». Primero los hermanos, luego los hijos. «Y ahora que me veo con tiempo, vengo a clase».
Oye, ¿y el whatsapp cómo lo manejabas antes de aprender a leer?
¿Que cóm?¿Pero es que tú no sabes lo de las notas de voz?
Nunca es tarde para aprender.
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