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:: JESÚS FERRERO
ARTÍCULOS

El pulso de España

«La crisis pone en entredicho una estructura del Estado claramente inadecuada, con una Administración sobredimensionada, pero a la vez tan fragmentada regionalmente que dificulta una política coherente de Estado»

JOSÉ-VIDAL PELAZ LÓPEZ

Martes, 25 de mayo 2010, 02:50

Pocas semanas después del Desastre cubano de 1898, el líder conservador Francisco Silvela publicaba en el periódico 'El Tiempo' su famoso artículo titulado «Sin pulso». En él exponía los males que aquejaban a la España de su época, crudamente puestos de relieve por la humillante derrota militar a manos de Estados Unidos. El problema de España, decía, es que «dondequiera que se ponga el tacto, no se encuentra el pulso».

Tras la Restauración borbónica de 1876, nuestro país parecía haber dejado atrás las turbulencias que caracterizaron buena parte del siglo XIX, cerrando las heridas producidas por los frecuentes enfrentamientos civiles. La Constitución que se aprobó ese año por primera vez era fruto del acuerdo de las dos principales formaciones políticas de la época, conservadores y liberales, que se comprometían a turnarse pacíficamente en el poder. Lo que siguió fueron unos años de estabilidad política y social y razonable prosperidad económica. El nuevo régimen también tenía sus limitaciones, algunas muy serias, como el caciquismo y la corrupción electoral, sin embargo, durante aquel remanso de paz que fue el último cuarto del siglo XIX, todos parecieron de acuerdo en señalar más sus virtudes y minimizar los defectos. Ante todo el sistema ideado por Cánovas había permitido a España encarrilar su agitada historia por cauces pacíficos y esperanzadores.

La derrota de 1898 iba a cambiar dramáticamente la percepción de las cosas. Lo que antes eran méritos, ahora se volvían estigmas. España aparecía de repente como un país pobre y atrasado en relación con sus vecinos europeos, se denunciaba la falta de previsión de los gobernantes y la conversión de los partidos políticos en camarillas corruptas tan sólo interesadas en el reparto de los presupuestos del Estado, la Hacienda alcanzó una situación ruinosa, las nuevas voces sociales y políticas apenas eran escuchadas y una nueva guerra colonial estalló en Marruecos. En definitiva, el régimen canovista, tildado por Ortega como de «fantasmagoría», inició un lento pero inexorable declive, que las clases dirigentes se vieron impotentes para atajar, incapaces de comprender que lo que había podido cumplir una función en 1876 se había quedado anacrónico en 1914.

Hay momentos en la Historia que ponen súbitamente de relieve una realidad que ya estaba ahí, pero que no quería ser vista o no se apreciaba en todas sus manifestaciones. La crisis económica que vive en la actualidad España, y más concretamente el golpe de timón a nuestro rumbo nacional inducido desde Europa y Estados Unidos, dramáticamente puesto de manifiesto el pasado 12 de mayo, puede ser una de esas encrucijadas. El auténtico '98 económico' que está sufriendo nuestro país en estos dos últimos años ha provocado que comiencen a aflorar algunas evidencias que durante algún tiempo una buena parte de la sociedad se había negado a reconocer, y no solo económicas, sino también políticas. El régimen nacido del consenso de 1978 revela ahora algunas de sus limitaciones. La crisis pone en entredicho una estructura del Estado claramente inadecuada, con una Administración sobredimensionada, pero a la vez tan fragmentada regionalmente, que dificulta una política coherente de Estado. El sistema educativo no cumple adecuadamente su función de preparar a los españoles para los retos del futuro. Chirría el mecanismo de la división de poderes, se desdibuja el sentimiento nacional y la legislación electoral dificulta la creación de mayorías coherentes. Mientras, la sociedad, adormilada por el consumismo, cada vez anda más falta de referentes éticos. Ante este panorama, buena parte de la clase política continúa ensimismada en su propia y narcisista contemplación, sin querer asumir la gravedad de los hechos. Y éste quizá sea el problema más importante de todos los enunciados, ya que el descrédito de los políticos suele ser la antesala de la pérdida de confianza en el propio sistema y más en éste, donde desde hace tiempo se confunde el gobierno con la administración.

Francisco Silvela llegó al poder en 1899. Su ambicioso programa de regeneración nacional no pudo llevarse a cabo por los obstáculos que encontró entre amigos y adversarios y también por las limitaciones de su propio liderazgo. Desencantado y enfermo, dimitió en 1903 y, en un gesto sin precedentes, abandonó la política. Lo que siguió después no puede sino ser relatado con desaliento por parte del historiador. Torpes e inútiles intentos de enderezar el país que no condujeron más que a la radicalización de posturas y al desarrollo de una espiral autodestructiva tan característica del espíritu de los españoles.

No es vano ejercicio en nuestros días volver nuestros ojos sobre aquella España sin pulso que denunciara Francisco Silvela, intentando extraer alguna lección de provecho de aquella apuesta regeneradora tan tristemente frustrada, que condujo a la vida española a debatirse, durante más de tres décadas, entre el fatalismo y la necesidad de cambio, atrapada en un bucle del que no supo escapar.

Para empezar, quizá podría sernos útil hoy tener en cuenta algunas de las recetas que el desafortunado político conservador ofrecía a los españoles de su tiempo: «Hay que dejar la mentira y desposarse con la verdad; hay que abandonar las vanidades y sujetarse a la realidad, reconstituyendo todos los organismos de la vida nacional sobre los cimientos, modestos, pero firmes, que nuestros medios nos consienten, no sobre las formas huecas de un convencionalismo que, como a nadie engaña, a todos desalienta y burla».

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