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Calles del casco histórico de Guimaraes.

Navegar con viñas de fondo en Oporto

Un recorrido en barco por los paisajes, castillos y palacios del norte de Portugal en la mejor época del año

ENRIQUE SANCHO

Viernes, 21 de noviembre 2014, 18:03

Dicen las malas lenguas que entre Gaia y Oporto hay una rivalidad secular que nadie ha logrado superar. Dicen que entre la orilla sur y norte del viejo río Duero a su paso por Oporto dos municipios, dos estilos de vida, dos enfrentados intereses hay mucha más distancia que los escasos doscientos metros que las separan. Algunos, incluso, cuentan que las bodegas de Gaia (Vila Nova de Gaia, en realidad), con más de 50 compañías, no deberían utilizar la denominación Porto para sus vinos, pese a que la llevan usando desde hace más de 250 años y que es uno de los nombres que ha situado a la ciudad y a todo el país en el mundo.

Pero pese a las habladurías, la sangre nunca mejor dicho no llega al río. En realidad, no cabría entender y disfrutar de esta deliciosa ciudad sin la complicidad de ambas orillas. La esencia y la armonía de Oporto se entiende desde la orilla de Gaia. Desde allí se descubren sus casas amontonadas, sus fachadas barrocas, sus paredes desconchadas, sus ropas tendidas al sol que han contribuido, sin duda, a que todo el conjunto sea declarado Patrimonio de la Humanidad. Y desde la orilla de Oporto se tiene la mejor imagen de los puentes de hierro, obras maestras de Eiffel y sus discípulos, que unen, a pesar de todo, las dos orillas, y se aprecia la sucesión de marcas de vinos Sandeman, Calem, Ferreira... que han paseado el nombre de la ciudad por todo el mundo.

Por eso, nada como una travesía por el Douro partiendo de Oporto para descubrir la realidad de esta ciudad y de este otro pedazo de Portugal que conecta con España y extasiarse ante la suave cadencia de escenas que circulan ante los ojos. En el centro histórico de la ciudad, los rabelos, réplicas de las antiguas embarcaciones que realizaban el transporte de mercancías por el Duero, se acercan a la desembocadura del río y a su manso abrazo con el Atlántico y luego remontan la corriente. A su paso, cien metros más arriba, se descubren los puentes de hierro de Maria Pia y de Dom Luis I, que construyeron Gustavo Eiffel y su aventajado discípulo, Teófilo Seyrig, monumentos nacionales y sin más finalidad actual que la estética, o el impresionante puente de la Arrábida, de Edgar Cardoso que, con un vano de 270 metros, fue durante algún tiempo récord mundial de puentes con arco de hormigón armado.

Animado puerto

Situada junto al río, la Ribeira era en el siglo XV un puerto muy animado, en el que atracaban centenares de naves y carabelas que llevaban a Francia, Inglaterra y Flandes los productos de la tierra, entre ellos los vinos del Alto Douro. Hoy conserva un aire melancólico con multitud de restaurantes y terrazas frecuentadas por los no muy numerosos turistas.

Habría mil razones para quedarse en Oporto y disfrutar de su encanto y su ambiente, pero en esta ocasión nos hemos propuesto descubrir los colores y la vitalidad de las riberas del Douro en los días recién concluida la cosecha y para ello lo mejor es embarcarse en uno de los barcos de crucero que hacen este recorrido, con su paso lento, apreciando los paisajes que circulan a ambos lados del barco y disfrutando de todas las comodidades a bordo. Una de las compañías más especializadas en este tipo de cruceros es Croisi Europe (www.croisieurope.com) que propone cruceros de seis u ocho días que permiten apreciar en toda su belleza la región. La aventura es apasionante y el espectáculo inquietante y grandioso.

Unos doscientos millones de cepas, sostenidas por espalderas y alineadas en estrechas terrazas, han ido sustituyendo a los antiguos bosques de alcornoques, chaparros, acebuches y encinas. Y siguen aún colonizando inverosímiles laderas, trepando en ordenadas filas por arduas pendientes. Cierto es que aquí y allá quedan grandes espacios boscosos, particularmente en las zonas menos accesibles, pero las altas riberas del río y sus proximidades son dominio de la vid sobre las ásperas pizarras.

Más de 167 kilómetros de tierras portuguesas cultivan más de cien variedades de uva, entre ellas la gloriosa touriga nacional y la tinta roriz, la misma que en España se llama tempranillo o tinta fina en la Ribera del Duero español. Es la denominación más antigua del mundo, la instituyó el gran Pombal en 1756. Hasta hace menos de veinte años, esas viñas tan delicadamente cuidadas se dedicaban casi en exclusiva a los afamados vinos Porto o de Oporto, aquellos a los que se frena la fermentación y se enriquece con aguardiente (con brandy en tiempos pasados), con lo que resultan más dulces y con superior grado alcohólico.

Palacetes con muros ocres, grandes estancias llenas de muebles clásicos, hermosas capillas o ermitas campestres se enhebran mediante modestas carreteras y estrechos caminos colgados literalmente de los abismos. Hay quintas con dos siglos y medio de historia y muchas aceptan a los visitantes. En el crucero propuesto por Croisi Europe, y tras pasar por la mayor esclusa de Europa, la de Carrapatelo con 35 metros de desnivel, se puede visitar la finca Solar de Mateus en Vila Real, precioso caserón y magníficos jardines construidos en el siglo XVI.

Mientras el barco avanza, cientos de quintas ubicadas en las márgenes del río, se despliegan ante el visitante a través de la belleza de sus impactantes paisajes, donde se aprecian las terrazas, que llegan hasta los 700 metros de altura, trazadas en las laderas de las montañas y en el terreno inclinado que termina junto al río. Es en ese espacio donde se alzan los viñedos cuyas uvas ya se han recogido. En las márgenesdel río se encuentran las poblaciones que históricamente preparaban los rabelos, como Pinhão, un pueblo tranquilo que florece en otoño, con la llegada de recolectores de uva de todo el país.

Y durante todo el recorrido uno se pregunta cómo hicieron estos hombres para plantar las vides en esos relieves imposibles de los bancales escalonados en las montañas que muchas veces no admiten más que dos líneas de viñas contenidas por muros de pizarra seca, una roca homogénea de grano muy fino, opaca y tenaz como el sueño de los que hace siglos trabajan en las cosechas. Pero aunque los viñedos son los protagonistas, también vale la pena apreciar el otro paisaje interminable de castaños, olivos, eucaliptos, aguas claras de riachuelos, aldeas tranquilas, gente laboriosa y sosegada y, a veces, la aparición de construcciones (iglesias o palacetes) renacentistas o barrocos que testimonian épocas de gloria del pasado portugués.

Y si del pasado se trata, estamos en el lugar ideal, porque todo el norte de Portugal es una región cargada de historia, monumentos, paisajes y culturas que dieron origen al país. Zona de montañas y declives acentuados, cubierta de frondosa vegetación, ríos y parques naturales. Con el granito de sus montañas se erigirían los muchos monumentos, de fe y de historia de la región. De fe, en las sobrias ermitas románicas y templos barrocos; de historia, en los castillos o en los incontables pazos y casas blasonadas, donde se recibe al visitante en la más aristocrática hospitalidad.

De camino hacia Braga, hay que hacer una escala en el Santuario de Bom Jesús. Lo mejor es salvar los 300 metros de desnivel utilizando el ingenioso funicular que funciona con agua y que fue el primero en instalarse en Portugal en 1882.

Otra opción mejor hacerlo de bajada es la escalinata que lleva a lo alto y está formada por 17 rellanos decorados con fuentes simbólicas, estatuas alegóricas y otra decoración barroca dedicada a diversas temáticas.

Todo el que se precie, debe entrar en Braga como un ciudadano del Renacimiento, por el Arco de la Puerta Nueva, donde se hacía la entrega de las llaves de la ciudad. Esta llave simbólica abre las puertas de una ciudad milenaria, que guarda en sus monumentos el brillo del poder que ostentaban sus obispos. Su catedral, la más antigua del país, fue la mayor referencia religiosa de Portugal.

El final del camino lleva, curiosamente, a donde todo empezó. Guimarães tiene un significado muy especial en el corazón de los portugueses. Dentro del castillo medieval fue donde nació Afonso Henriques y en sus altas torres y murallas venció a los ejércitos de su madre, en 1128. Reconocido como heredero del Condado Portucalense por los guerreros del Miño, este Príncipe que, según dicen las crónicas, era muy atractivo, llegó a ser el primer rey de Portugal.

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