Tiempo de líderes
Los bloques ya no son derecha e izquierda sino el bloque de la gente inteligente contra el de los cafres, cada vez más poblado
Escuchaba el otro día a Adolfo Suárez: «Me siento comprometido con los principios que queremos defender en el interior y en el exterior de España. ... Me siento comprometido con la igualdad. Porque todos decimos que al nacer somos iguales. Y jurídicamente es verdad. Pero no es verdad. No es lo mismo nacer en Cebreros, donde he nacido yo y donde el máximo impacto cultural que recibíamos los niños era un pasodoble tocado por la banda municipal, que nacer en una ciudad universitaria, donde el impacto cultural que se recibe es mucho más grande. Y creo que el estado debe prestar ayuda a todo español por el mero hecho de serlo en educación, cultura, vivienda y trabajo. Y que, a partir de ahí, sea el esfuerzo, la tenacidad y el sacrificio de cada uno lo que le permita, en una sociedad muy permeable, subir desde los puestos más bajos a los puestos más altos. Pero también caer desde los más altos a los más bajos si deja de esforzarse y de sacrificarse. Y creo en el concepto de libertad. Pero libertad no es solo que podamos decir o votar lo que queramos. La libertad implica un concepto profundo de liberación de todos aquellos obstáculos de carácter cultural, social o económico que impidan a los españoles ejercer esa libertad».
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Bien, esto era hace no mucho el discurso de un líder de la derecha en España. Porque no creo que, a estas alturas, haya quien dude de lo que era Suárez. Y menos aún que haya quien dude de lo que es el centro. Su instinto de tolerancia liberal; su desprecio a la revolución y su apuesta por la reforma; su respeto a la propiedad y a la ley y su alergia al mesianismo; su defensa del mercado y de las instituciones; todo ello lo hace que el centro emparente más con la derecha liberal-conservadora y posibilista que con la izquierda revolucionaria y utópica. Llamarlo 'equidistante' es un error: el centro es la derecha con conciencia histórica. Pero, sobre todo, no es un lugar al que se vota sino un lugar desde el que se vota. Por eso, en España no hace falta un partido de centro, porque, como la historia nos demuestra una y otra vez, estará destinado inexorablemente al fracaso en cuanto el fulgor inicial se disipe en la realidad los pactos. El votante centrista a veces vota a la derecha, a veces a la izquierda y a veces no vota. Por eso decimos que el centro decide elecciones, porque son esos votantes 'sofisticados' los que inclinan la balanza, aunque sean minoría. Desde luego, poco tiene que ver el centro con la equidistancia o la tibieza, como algunos quieren hacer creer. En ese sentido, recomiendo encarecidamente la lectura de 'Moderaditos: una defensa de la valentía política' (Debate), escrito por el profesor Diego S. Garrocho. El subtítulo es esclarecedor y nos lleva, inevitablemente, a aquel eslogan del CDS: «El valor del centro». No quiero decir exactamente que Garrocho defienda el centro: lo que defiende es la moderación como acto de valentía. En palabras suyas, «se puede ser moderado y, al mismo tiempo, defender posiciones vehementes, incluso potencialmente extremas. Porque la moderación es una forma de autonomía: renunciar a los refugios identitarios de la «moral del rebaño», como diría Nietzsche, y mantener una actitud crítica hacia nuestras propias certezas, asumiendo que nuestras convicciones pueden ser falibles. Cualquiera que haya vivido con honestidad intelectual descubrirá que se ha equivocado muchas veces y que otras personas le han ayudado a mejorar sus ideas. La moderación exige esa relación contingente y autocrítica con lo que creemos, y eso implica también una cortesía –casi un agradecimiento– hacia quienes nos desafían».
España está esperando a un gran líder que hable de reencuentro, de paz, de tolerancia, que sea capaz de ofrecer una visión grande de futuro y no pequeñas grescas cotidianas
Todo esto surge, en mi opinión, de la profunda certeza de que el conflicto no solo no es algo malo, sino que, además, es algo inevitable. Y si somos liberales es porque creemos que, al final, se trata de ordenar ese conflicto para poder disentir sin matarnos. El centro-derecha -la derecha-liberal- no han venido a anular el conflicto sino a proteger las reglas del juego para que nadie imponga sus dogmas a otros. Por eso, no hay nada más débil y cobarde que el radical que, movido por sus complejos, pretende echar al otro de la mesa en lugar de sentarse a ganarle la partida.
Pero, más allá de la admiración que siento por las posiciones que hace no tanto defendía la derecha, siento envidia por aquellos líderes. Si en España estamos como estamos es, fundamentalmente, porque no tenemos líderes a la altura. No hay grandes visiones ni tampoco principios claros y brillantes hacia los que tender, y los discursos que oímos no están engarzados en un sistema profundo de creencias y de valores sino en oportunidades de comunicación tácticas y cortoplacistas. La ausencia de líderes no es casual ni espontánea sino consecuencia directa de la traición de las élites, que han desertado del debate y del desgaste personal que suponen. Y eso es, a su vez, consecuencia de las redes sociales, como casi todo. ¿Cómo va a dejar alguien brillante su trabajo para servir durante unos años a su país desde la política si eso no solo va a suponer una pérdida de dinero sino, además, verse sometido junto con su familia a un acoso indecente y constante por parte de los de enfrente y sus terminales políticas, mediáticas y tuiteras?
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Me temo que en España los bloques ya no son derecha e izquierda sino el bloque de la gente inteligente, culta y tolerante contra el bloque de los cafres, cada vez más poblado. El bloque de los mejores contra el de los peores. Y resulta que los mejores, esa élite que España necesita, se encuentra dispersa –y arrinconada– en los niveles ocultos de todos los partidos y organizaciones. Se trata de identificarlos, construir puentes y sentarlos a hablar. Y al resto, sean del partido que sean, arrinconarlos en su propia incapacidad.
España está esperando a un gran líder que hable de reencuentro, de paz, de tolerancia, de respeto, de crecimiento económico, de institucionalidad, de respeto a todos los poderes del estado y, sobre todo, que sea capaz de ofrecer una visión grande de futuro y no pequeñas grescas cotidianas. Pero eso implica ser capaz de llevar la contraria a sus propios votantes y decirles que jamás tendrán la sangre que piden. Que ese tiempo se ha acabado. Eso es liderar, lo otro es pastorear. El que se atreva, verá como España responde. Porque la alternativa al liderazgo que España necesita será el dictador que está pidiendo a gritos. Tener lo que piden: no se me ocurre mayor castigo.
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