Cada vez que oigo hablar sobre el aborto, pienso en ella. La entrevisté hace muchos años, en una manifestación por la vida. Cuando le pregunté ... el porqué de su presencia, me contestó que no podía hacer otra cosa; ella, que sabía lo que suponía abortar.
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Tenía más de cuarenta y lloró cada segundo de aquella conversación. Llevaba poco en España cuando se quedó embarazada. El padre de la criatura, con quien mantenía una relación, la abandonó en cuanto se enteró. Se vio sin familia, con un trabajo precario, en un país que no era el suyo, y se sintió incapaz de sacar adelante a un niño sola. Abortó. Habían pasado muchos años y seguía llorando por aquel hijo que no fue. Que ella decidió que no fuera.
Hay asuntos con los que no se debería frivolizar. El aborto es uno de ellos; nuestros derechos, otro. Sobre todo cuando ni siquiera se garantizan unos tan básicos como a un empleo digno o a la vivienda. ¿Qué derechos tiene una mujer que se ve obligada a abortar porque se ve incapaz de sacar adelante a su hijo?
DIU, preservativo, parches, anillos, diafragma, capuchón cervical, píldora anticonceptiva y también la del día después. No será por medios accesibles para evitar la concepción. El 49,14% de las mujeres que abortaron en 2024 no empleó ninguno de ellos. Se ha banalizado tanto que han convertido el aborto en un método anticonceptivo más. La nada que late a las seis semanas.
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Cuando la conocí, era feliz. Tenía un marido que la cuidaba y la apoyaba. Lo había intentado, pero no había vuelto a quedarse embarazada. Ya no contaba con ser madre. Lloró durante toda la entrevista porque aquel día tuvo a mano políticas sociales para abortar, pero no para gestar. Pienso en ella y en que ojalá se hubiese respetado su derecho a elegir la vida frente a la muerte.
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