Vacuna contra los toros
Qué barato sale presenciar la agonía y muerte de criaturas magníficas con nombres de personaje, como Escalofrío, Temblador o Agotador
Pudo ser en 1973 o en 1974. Tampoco recuerdo bien si ocurrió durante las fiestas de San Mateo o en otro momento del curso; solo ... que los niños más aplicados con las tareas del día —o los más afortunados mediante algún sorteo, que también pudo ser—, fuimos recompensados con entradas para asistir a una charlotada que se celebraría el siguiente domingo por la mañana en la Plaza de toros de Valladolid.
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Mi maestra, afanada mientras tanto en contener el alboroto que siempre surgía en clase cuando algún acontecimiento rompía la rutina, posaba circunspecta junto al generoso repartidor de regalos, un hombre gris, sin detalles relevantes, que apareció de pronto en el aula, minutos antes de terminar la clase; como aquellos otros individuos que cualquier día interrumpían lo que estuviéramos haciendo, ya fuera para darnos un pico de leche a cada uno o para administrarnos la vacuna Sabin con aquellas cuatro gotas dulces en la lengua que dejaban escurrir, sin embargo, su persistente sabor amargo por el gaznate. Y aunque a todos nos parecía que el talonario con el que se abanicaba aquel hombre mientras nos daba las explicaciones iniciales se parecía demasiado a un gran fajo de billetes, en ningún momento mostró el más mínimo gesto de pesar mientras arrancaba todas aquellas entradas de la grapa con notable diligencia y desapego para distribuirlas entre los afortunados, como si ya estuvieran pagadas. ¿Cuántos sois en casa? ¿Cuatro? Pues toma: cuatro. ¿Quieres alguna más? ¿No? ¿Seguro? Seguro.
Recuerdo aquellos papeles brillantes que acabaron en mis manos. A pesar de estar hechos jirones por su lado izquierdo, lucían esmero, como los carteles del circo, las carátulas de los estrenos y los cromos de Vida y color. Sobre un fondo amarillo, volaba una rotulación roja que crecía conforme avanzaban las palabras. Bajo ellas, en una apaisada panorámica, los elementos fundamentales del espectáculo se superponían pintados con un realismo y una gracia admirables. El tamaño de cada uno determinaba el orden jerárquico de su relevancia. Destacaban los monosabios disfrazados de payasos, bomberos y enfermeros; también, un tendido repleto de niños que reían y aplaudían. Al fondo, entre globos, escaleras y tarimas distribuidas sobre el albero, podía distinguirse perfectamente la figura de un novillo que arrancaba su embestida hacia el capote de un torero. Sin embargo, y a pesar de la oferta irresistible que mostraba, a mi juicio, la ilustración de aquellas entradas, no fue fácil convencer a mi familia de que acudiéramos todos juntos a presenciar aquel festejo. Aunque al final, lo conseguí.
Por primera vez en mi vida me senté en el tendido de una plaza de toros para asistir a un espectáculo taurino. Entonces no lo sabía, pero también sería la última. Recuerdo bien la impresión que me produjo cada faena que presencié. No entraré en detalles. Solo que nos fuimos tan pronto como las bromas y burlas dieron paso a las primeras estocadas.
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El pasado domingo, todos los niños menores de quince años fueron invitados a asistir a una corrida por un euro. Tanta generosidad me recuerda a la de aquel hombre gris y dadivoso que repartía entradas costeadas entre todos. Con lo caro que es criar un toro y pagar a un matador y a su cuadrilla, qué barato sale presenciar la agonía y muerte de criaturas magníficas con nombres de personaje, como Escalofrío, Temblador o Agotador.
No sé cuántos han respondido a un reclamo concebido para crear afición. Pero me agradaría sobremanera que el efecto entre ellos se parezca al que me produjo aquel espectáculo sórdido, edulcorado entonces con payasos como si fuera la vacuna de la polio, del que conservo un persistente sabor amargo.
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