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Ical
La Platería en llamas

La mala costumbre de comer

«Imagino al consejero Suárez-Quiñones el pasado domingo con la escudilla en una mano y la cuchara en la otra, en medio de Gijón, espoleado por el hambre»

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 13 de agosto 2025, 07:26

El pobre Oliver Twist acabó en el calabozo por pedir un poco más de comida. Aquel huérfano novato lo hizo con una corrección y unos ... modales —reconózcase, de paso— que ya quisiéramos contemplar a día de hoy, incluso entre la exquisitez presumible de los niños educados en colegios de alto postín o entre la sofisticación ostentada por los adultos con máster auténtico, pagado y rubricado. Pero ni por esas. A pesar de lo que afirma el aserto refranero de que quien no llora no mama, o ese otro evangélico de que a quien pida se le habrá de dar sin más requisito que la fe, aquella famosa y temeraria solicitud infantil, formulada con la escudilla vacía en una mano y la cuchara en la otra, fue incapaz de propinar al huérfano más célebre de la literatura inglesa un triste mendrugo rescatado del suelo. Solo pudo llevarse a la celda del hospicio tras su atrevimiento, además del desprecio y el rechazo institucionalizado de los responsables del centro, un augurio soez para que se entretuviera rumiándolo por las noches: «Este niño morirá en la horca».

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Han pasado casi doscientos años desde que Dickens dibujó las verrugas más desagradables de la autocomplaciente sociedad victoriana, pero los seres humanos mantenemos intacta aquella aporofobia europea con igual hipocresía y renovado clasismo. También persiste entre nosotros esa mala costumbre de comer de la que hacía gala el atribulado Oliver Twist. Aunque cueste la vida intentarlo, como ocurre ahora mismo en Gaza, donde la población se enfrenta todos los días ante la perversa disyuntiva de comer para vivir o morir para comer. Incluso lejos del horror de la guerra, también ocurre entre quienes enchufan durante las horas valle del día un frigorífico vacío porque se ven obligados a destinar hasta el último euro que les proporciona su trabajo, o alguna ayuda, al pago del alquiler de una vivienda, prohibitiva siempre, incluso «en un edificio con ventanas sin cristales», como canta Manolo García, donde vivir, junto a Carpanta, «a base de latas de calamares».

La mala costumbre de comer persiste entre nosotros. A diario. Sin distinción de credos, clases, ideologías y circunstancias. Continúa igual de insaciable, de cargante, de inoportuna. Y es un engorro capaz de poner en un aprieto incluso a los próceres más pintiparados. Juan Carlos Suárez-Quiñones, consejero de Medio Ambiente, Vivienda y Ordenación Territorial de la Junta de Castilla y León —por lo visto, a Fernández Mañueco le debió de parecer poca cosa el cuidado del Medio Ambiente para destinarle la total dedicación de una sola Consejería— ha sido el último. El máximo responsable de capitanear la lucha contra los incendios forestales, especialmente durante los dos meses de riesgo extremo, estaba almorzando en Gijón cuando el parque natural de Las Médulas ardía ya con extrema virulencia y se evacuaba a centenares de afectados que no sabían si volverían a ver sus viviendas en pie.

Para justificar su ausencia, no ya del lugar, sino de la comunidad autónoma, Suárez-Quiñones, el consejero responsable, se defendió recordando que, en efecto, la mala costumbre de comer no solo persiste, sino que ni siquiera respeta rangos como el suyo. Y a pesar de que el sarcasmo en estas circunstancias es gasolina junto a las llamas, a mí me ha convencido con su tono calmo y su timbre quieto; con esa corrección tan decimonónica y lejana a los exabruptos contemporáneos. Tanto, que soy capaz de imaginar al consejero Suárez-Quiñones durante el pasado domingo, como un Oliver Twist repeinado, con la escudilla en una mano y la cuchara en la otra, en medio de Gijón, entre turistas veraneantes, espoleado por el hambre. Como para bromear con esto, que es tan serio.

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