Como en julio de 1936
«Ahí está la diferencia entre aquellos días vergonzosamente laureados y estos que ahora disfrutamos sobre una paz que tiembla cuando el debate público se envilece»
Aventuro que un día como hoy de finales de julio, en 1936, la temperatura ambiente sería similar a la que disfruto yo mientras escribo esta ... columna o usted mientras la lee. Los rayos ultravioleta de cuya incidencia nos advierte ahora mismo una sencilla aplicación del móvil atravesarían entonces con idéntica inquina la piel acartonada y lunareja de los campesinos que en este instante, hace mil sesenta y ocho meses, se hallarían entre espigas vencidas por el peso mientras repasaban pacientemente el filo de sus guadañas. Aunque, a pesar del terror que se propagó por nuestra tierra o atosigados precisamente por sus consecuencias, puede que los graneros acumulasen a estas alturas del calendario gran parte del grano producido. Es probable que muchos campos lucieran agostados; que miles de gavillas reposaran dispersas y equidistantes por el terreno.
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Supongo que el sol saldría y se pondría hace ochenta y nueve años a horas y segundos idénticos, acaso con una variación inapreciable. También sospecho que las brisas racheadas y levantiscas que se desperezan durante los atardeceres de este nuestro verano avivarían entonces, hace casi un siglo, el murmullo de las arboledas.
Durante la noche, a buen seguro, los mochuelos y los autillos peinarían la oscuridad de los valles en busca de errores y descuidos fatales cometidos por ratones y topillos. Guiados por el rumor del agua y el olor de las ausencias, los corzos acercarían su hocico a la calma apacible de los arroyos. El tiempo anticiclónico permitiría la maduración parsimoniosa de las moras. Como diría Robert Musil, las isotermas y las isobaras cumplirían con su deber. Y todo ello ocurriría, prácticamente, como ocurre hoy, al margen y a pesar del ruido de los hombres.
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La imagen fotográfica del perfil de nuestros valles podría superponerse a la de entonces; las capas calizas y arcillosas, barridas y desgastadas por el curso de nuestros ríos, amenazarían a groso modo con similares pozas, bancos y remansos. También los meandros, desde los ligeros a los pronunciados, se mostrarían hace cuatro mil seiscientas cuarenta y cuatro semanas exactamente igual.
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Para el mundo, todo este tiempo ha sido solo un simple parpadeo durante la observación milenaria y perezosa de nuestro bendito terrario. Pero si afinamos la mirada y la adaptamos a nuestra escala humana y diminuta, pueden contemplarse diferencias extremas. Acaso insoportables. Hace ochenta y nueve años, celdas, cárceles y calabozos improvisados fueron destino y partida de miles de vecinos detenidos y secuestrados que jamás volverían a ver la luz del sol ni a sus familias. De cerca, podría distinguirse el miedo pegado en las mirillas de las casas, la crueldad desplegada desde las tapias del cementerio del Carmen hasta los Montes Torozos; entre batidas y camiones; entre gritos, insultos y disparos desdeñosos hechos a quemarropa. A esta misma temperatura estival, con igual presión atmosférica, se propagó el horror por toda la ciudad, de un corazón a otro, hasta invadirlos todos durante años. Ahí está la diferencia entre aquellos días vergonzosamente laureados de julio, en 1936, y estos que ahora disfrutamos sobre una paz y una prosperidad que tiembla cuando el debate público se envilece.
Ahora no hay sublevados armados en nuestras calles, ni políticos y sindicalistas secuestrados. En Valladolid no hay somatenes, ni 'patrullas del amanecer'. No hay 'paseos', ni 'mareos'. Tampoco se queman conventos ni se anegan las checas de comerciantes honrados; nadie purga, ni arrebata la propiedad privada impunemente. Y arrastrar la palabra a esos extremos padecidos, ochenta y nueve años después, aunque solo sea para responder a las ofensas en una sesión municipal, es un terrible desatino.
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