Entre memoria e historia, monarquía y república
Si la república ha de llegar, tendría que hacerlo con la ilusión y altas expectativas que suscitó la Segunda, a pesar de su terrible desenlace. No como parece que sucedería con la Tercera
El Puente de Compasquillo no es conocido por su esbeltez. O por su único aunque respetable arco, que sirve para salvar el barranco sobre el ... cauce del Cega, haciendo transitable un trayecto entre pinares que une La Pedraja de Portillo con Valdestillas. Llama la atención su empinado desnivel hasta el río y un aire agreste o desabrido del paraje. Por lo que no resulta sorprendente que de este lugar se contaran ciertas historias sombrías que el tiempo vino a confirmar como verídicas. Por ejemplo, acerca del hecho de que allí –según los testimonios recogidos– hubieran sido represaliados, al comenzar la guerra incivil, 19 vecinos de Alcazarén. Si bien, cuando empezó a excavarse la ladera donde –presuntamente– fueron arrojados sus cadáveres, solo aparecieran algunos restos óseos. La explicación dada a propósito de tal circunstancia es que las sucesivas crecidas del río habrían arrastrado los cuerpos hacia las aguas desde una orilla de por sí sumamente arenosa, lo que –quizá– los homicidas tendrían en cuenta cuando cometieron su crimen.
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Este mes de agosto hace 84 años que el poeta García Lorca fuera asesinado en aquel mismo verano, de manera igualmente silenciosa e impune. Como tantas otras voces, la suya quedó para siempre acallada bajo una luna de sangre. No sus palabras. Y es también en este caluroso mes cuando el actual Gobierno se afana en sacar adelante una nueva Ley de Memoria Histórica que desbloquee la situación en que quedó la anterior, al carecer de los presupuestos y recursos adecuados para su desarrollo. Una ley que –según sus promotores– debería servir para la restauración de la memoria y un mejor conocimiento de la historia. Pero que, en virtud del contexto tan enconado por el que atraviesa el país, no parece fácil que vaya a conseguirlo.
No es ya que nos encontremos ante un panorama de penurias y convulsiones. Ni que la constante descalificación entre partidos o la animosidad de unos medios contra otros ensombrezcan el horizonte. No. Es que la nación entera da la sensación de irse deslizando por una pendiente no menor a la mencionada al principio. Puesto que falta sentido colectivo, tanto para encontrarnos cómodos dentro de una memoria común como para reconstruir y contar una historia de país que ayude a encarar confiadamente el mañana. Se perdió la oportunidad de salir más fuertes y unidos de golpes como el atentado terrorista del 11M, la crisis económica de la última década o la pandemia reciente. Y, cuando no cabía esperar muchos más sobresaltos, desde el propio seno del Gobierno se replantea y cuestiona la forma de Estado: monarquía o república.
Algo que –seguramente– convendría haber formulado lustros atrás. Y que dentro del PSOE está generando una grave división, mientras que en el PP ha provocado que su cúpula dirigente, la cual pasaba por un momento crítico en su liderazgo, se afiance apoyando la monarquía como símbolo de España y su unidad. De ahí, la contundencia con que la portavoz del grupo en el Parlamento ha sido sustituida esta semana, al sugerir que el emérito rey habría de proporcionar delante de aquel explicaciones de sus actos. Ambas posiciones, en cualquier caso, son preocupantes: que el partido de gobierno se muestre tan confuso al respecto y que el más importante de la oposición abrace –hasta ligar su suerte– a la institución monárquica.
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Pues hay quien ha definido como «de utilidad pública» el papel del monarca, pero a esto puede añadirse que un rey debe –en efecto– desempeñar esa función tanto permaneciendo como marchándose a tiempo, de lo que tampoco escasean ejemplos contemporáneos. Porque puede pensarse que, si la república ha de llegar, tendría que hacerlo con la ilusión y altas expectativas que suscitó la Segunda, a pesar de su terrible desenlace. No como parece que sucedería con la Tercera, que arribaría por los errores del monarca anterior, por desgana o por hartazgo. Y lo que es más demoledor aún: sin que la nación haya hecho apenas nada para merecerla ni luchado por el cambio de régimen.
Una república sin fe en sí misma no es el «asunto de todos» que indica su nombre, sino una república de brazos caídos y dejarse llevar.
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