El último fumador de la Plaza Mayor
«Detrás de cada cigarrillo hay un ser humano que escoge fumarlo, y bajo las nubes de humo se suele conversar de un modo distinto al impuesto por el ritmo automático de lo cotidiano»
Dice Italo Svevo que los fumadores sabemos perfectamente que el tabaco es perjudicial para nosotros y que, por eso mismo, no hace falta que nadie ... nos convenza de ello. No obstante, seguimos fumando, y lo hacemos sin porqué. Creo que tiene razón, aunque comienzo a pensar que quizá sí que es posible localizar, al menos, uno de esos porqués: con el recrudecimiento de las leyes antitabaco se le quitan a uno las ganas de dejarlo.
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El tratamiento médico y mediático del fumador lo caricaturiza como una criatura pasiva que ha sucumbido bajo el peso de la adicción y es, entonces, un enfermo de tabaquismo. Estamos bien acostumbrados a que, en cada cajetilla, caja de puros o lata de tabaco para pipa se nos invite a buscar ayuda para abandonar este hábito. Si uno se despista, puede acabar creyendo, verdaderamente, que es un pobre enfermo que ha de suplicar por su bienestar. Creo que esto sería un error, y la incoherencia de quienes buscan vigilar la higiene vital de los aficionados al tabaco es buena prueba del dislate.
Las cajetillas, como he dicho, nos ofrecen socorro para dejarlo. Al mismo tiempo, nos muestran imágenes que oscilan entre lo desagradable -todo tipo de chacinerías clínicas- y lo esperpéntico -como la del bebé que sujeta un cigarrillo a través de su chupete-. Somos pues, enfermos a los que se amenaza tácitamente, lo que no deja de ser curioso. Imaginemos, por ejemplo, a un alérgico al que se le recordase el riesgo de anafilaxia cada vez que pasease durante la primavera. También al afectado del corazón se le debería hacer saber, quizá con rótulos en su vehículo, que un sobresalto durante la conducción podría acabar con su vida súbitamente. Podríamos también incluir advertencias escatológicas en alimentos grasos de sabor fuerte, destinadas a que los débiles de estómago conociesen el fatal desenlace intestinal de sus banquetes. Los ejemplos son infinitos, pero creo que ya se hace evidente el absurdo.
Dudo, entonces, de que las nuevas medidas antitabaco tengan en mente la salubridad de nuestros cuerpos. Si la preocupación es la salud, la persecución no tiene sentido. Si se trata, más bien, de vigilar las costumbres ajenas, se entiende el embozo galénico, pero tras él se intuye la pulsión higienista. Esta afecta directamente a la vida urbana, esa que hace que las calles no sean meras carreteras para humanos, sino espacios habitables donde pararse, hablar, tomar un café en una terraza y compartir, además de la charla, fuego para encender sendos tabacos. Pues resulta que, por mucho que pese, detrás de cada cigarrillo hay un ser humano que escoge fumarlo, y bajo las nubes de humo se suele conversar de un modo distinto al impuesto por el ritmo automático de lo cotidiano.
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En cualquier caso, nuestras terrazas, como las del resto de España, serán ejemplo de limpieza, salubridad, orden y, por qué no, de excelencia moral. Ya lo son los interiores de los bares, de los que se expulsó al fumador. Ahora también el exterior será espejo de virtudes, reguladas a golpe de ley. Pero, aun con todo, me pregunto qué significan estas leyes para el señor que, tras pedirme fuego, enciende su cigarro de tabaco negro en la terraza de la Plaza Mayor donde estoy sentado. Veo que lo ha sacado de una pitillera toledana, damasquinada, donde no hay advertencias ni invitaciones a buscar ayuda. Le observo disfrutar, ajeno al celo de sus protectores. Sin pretenderlo, me recuerda que la ciudad respira en los gestos humanos, aunque huelan a tabaco.
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