Si uno quiere comer como en casa, lo mejor que puede hacer es quedarse en casa. Cuando se cruza el umbral de un bar o restaurante se busca, justamente, comer de manera distinta a como se está acostumbrado a hacer. Lo que queremos, realmente, es comer como en casa de otro que, a ser posible, cocine mejor que nosotros. Sin embargo, sucede que últimamente crecen los lugares donde, aun visitándolos por vez primera, uno recuerda sabores ya bien anclados en la memoria organoléptica. Este 'déjà vu' palatino sorprende y disgusta. Su causa tiene nombre: se llama quinta gama, y merece que le dediquemos unas líneas.
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Por quinta gama se entienden los alimentos precocinados que requieren únicamente de un proceso de regeneración —así lo denomina la jerigonza gastronómica— para ser consumidos con todas sus propiedades. Sean las que sean estas últimas, el problema es que son siempre las mismas. Gastando más o menos dinero, sentado en un local ultramoderno o en la réplica de un bar tradicional, es posible disfrutar de una paradoja gastronómica: la enorme variedad de platos idénticos. Esta unidad gustativa en la multiplicidad de la oferta no tiene razones metafísicas, sino económicas: todo se ha comprado al mismo proveedor.
Lo que hace tal o cual restaurante es calentar y decorar el plato a su manera. Por su parte, el cliente logra disfrutar de la auténtica experiencia de comer en casa de alguien. Se trata de una casa, sin embargo, en la que el dueño no cocina porque no sabe o porque no quiere, y, entonces, lo compra hecho. Cuando uno se topa con un guiso de oreja, con unos callos o con un dichoso pan bao preñado de superalimentos, vive en persona la vieja idea del eterno retorno de lo igual: la limitación del mundo gastronómico conduce a revivir las mismas combinaciones un número infinito de veces.
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Los locales que se decantan por la opción de regenerar alimentos renuncian con plena consciencia a la generación y, por eso mismo, degeneran. Es decir, abandonan la posibilidad creativa y confían en la repetición impersonal de un plato que, eso sí, es fotografiable por foodies y demás servidores de la homogeneización. Y aquí está el gran problema. Con la vista puesta en el recorte de personal —de cocinero a microondas—, la facilidad de almacenaje mediante el imperio del tupper y la rapidez en el servicio —que es la celeridad del beneficio—, se renuncia a la autenticidad. Esto es posible cuando el cliente también abandona su voluntad de probar algo distinto y celebra poder posar con su gyoza viajera, que ha recorrido más kilómetros en algún camión refrigerador de los que el comensal ha cubierto para llegar al establecimiento.
La deliberada disolución de la originalidad se experimenta sobre los manteles, pero nace en las cabezas. La repetición de platos de quinta gama prolifera allí donde también las ideas se repiten. Con ello, nos liberamos de la incomodidad de ser auténticos, pero pagamos, a cambio, un precio demasiado elevado: donde todo sabe igual, el gusto se atrofia en el simulacro.
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