Libertad de expresión
La libertad de expresión, especialmente en cuanto a sus límites, dispone de un grado de relatividad que hay que asumir, aunque no guste. No estaría de más, por ello, darle una vuelta al Código Penal en materia de delitos de opinión
No es la primera vez, ni será la última, en que la libertad de expresión se convierta en motivo de debate y de tensión. Los ... motivos son muy variados, y dependen de la ocasión; pero hay uno bastante recurrente: una sentencia judicial condena a una persona (que el condenado sea un rapero también ha sido una circunstancia recurrente), aplicando delitos que están en el Código Penal, en materia de ofensa a las instituciones, menosprecio de la religión, enaltecimiento o apología de la violencia, etc. Llega el momento de ejecutar la sentencia y, especialmente si tal cumplimiento supone privación de libertad para el condenado, estalla la reacción. Esto es lo que volvió a ocurrir estos días, concretamente y de manera más intensa en algunos lugares de Cataluña, de donde es originario el afectado, reincidente a la sazón y con alguna otra condena anterior por los mismos motivos, lo que ha resultado determinante para su detención e ingreso en prisión. Alguien ha puesto en relación la elección del momento con la reciente celebración de elecciones autonómicas allí, como si se hubiera querido dejar pasar la fecha electoral para evitar la incidencia en la campaña; también hay quien piensa que el clima postelectoral, animado con el relativo repunte de la causa independentista, haya contribuido a excitar la reacción. De este clima, y de los efectos de esas elecciones, habrá tiempo de ocuparse, porque van a estar ahí una buena temporada; pero no veo claro que haya mucha relación entre el evento electoral y el episodio al que me refiero. Creo que las mismas reacciones se hubieran producido en otro contexto no electoral; creo, en fin, que el asunto de la libertad de expresión, por sí mismo, despierta fuertes sensibilidades, lo que tiene que ver con su propia esencia.
Publicidad
Una evidencia: la expresión es la manifestación externa de ideas a través de palabras; las ideas son libres, y la libertad de pensamiento, en tanto las ideas permanezcan en la mente de cada uno y no trasciendan más allá de su propia intimidad, es ilimitada y absoluta. Cada uno pude pensar exactamente lo que quiera, imaginar lo que quiera, desear lo que quiera; con independencia de esas sibilinas técnicas de acceso a lo subliminal, la interioridad de cada uno no está sometida a control. Los pensamientos no dañan, ni matan, ni ofenden; son los actos los que pueden tener estos efectos indeseables. Pero el problema está en las palabras, a mitad de camino entre las ideas y los actos. Suponiendo que una persona tiene malos pensamientos, y suponiendo también que no tiene intención de convertirlos en acciones, ¿debe poder exteriorizarlos y expresarlos en palabras?; ¿la libertad absoluta de pensamiento se prolonga en una libertad absoluta de expresión, considerando que las palabras por sí mismas, lo mismo que las ideas, no dañan ni matan, aunque sí pueden llegar a ofender o, al menos, a molestar? Entra entonces en escena la percepción subjetiva: una determinada expresión puede resultar altamente ofensiva para alguna persona o grupo y perfectamente inocua para otros, que hasta pueden compartirla y alentarla; si la expresión es nítida de odio, todavía será más clara esa contraposición. Seguramente ahí empiezan las dificultades para un tratamiento equilibrado del asunto.
En su formulación constitucional la libertad de expresión está ampliamente reconocida en el artículo 20 de nuestra Carta Magna: «se reconoce y protege el derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción». El mismo precepto lo pone en relación con la creación intelectual (literaria, artística, científica y técnica), con la libertad de cátedra, y con la libertad de información, y las somete a los mismos límites (el respeto a los demás derechos, especialmente el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen, y a la protección de la juventud y la infancia). ¿Aclara mucho tal formulación? No lo creo; si nos preguntamos por el alcance y el significado de otros derechos, las clásicas libertades reconocidas en la Constitución (de asociación, de manifestación, de reunión, de circulación y residencia, etc.), es más fácil deducir algunas reglas generales sobre su contenido y sus límites, casi por sentido común y por lógica. Con la libertad de expresión es más complicado, porque más que a reglas generales remite a casos concretos; hasta dónde llega el derecho, qué se puede expresar impunemente y qué no, dónde está el límite razonable, dónde termina el deber de soportar la incomodidad que produzcan determinadas expresiones y dónde debe empezar la posibilidad de prohibirlas o sancionarlas. No es fácil objetivar unas reglas, y esta es la otra parte del problema. Porque se trata de analizar si en el caso concreto en que se plantea la discusión se han rebasado los límites; no conforme a un principio general de ilicitud, sino en el caso concreto, en unas determinadas circunstancias, lugares y momentos.
Ocurre entonces que esos límites generales son estrictos, pero más bien escasos, porque, en caso de duda, prima el reconocimiento del derecho a la libre expresión. La inducción a la violencia, la apología del terrorismo, la incitación al odio, la exaltación de graves delitos, la calumnia y la injuria, la invasión de la intimidad, la ofensa injustificada de la dignidad, por ahí andan los límites; pocos más. Fuera de eso, la incomodidad, la molestia, el desagrado o el desacuerdo que puedan generar determinadas expresiones no justifican la limitación de la libertad; hasta cabe pensar que un cierto deber general de soportar el desasosiego que esas expresiones puedan provocar es el 'precio social', en forma de tolerancia, que colectivamente hemos de pagar para que a todos nos sea respetada la libertad de expresión. Obviamente, luego está la delicadeza, la consideración, la sensibilidad, la estética, y hasta la educación de cada uno, que nos permitirá valorar la oportunidad, la conveniencia y la forma de ejercitar el derecho. Pero es otra cuestión, como bien se aprecia.
Publicidad
Me declaro, en fin, convencido de que la libertad de expresión, especialmente en cuanto a sus límites, dispone de un grado de relatividad que hay que asumir, aunque no guste. No estaría de más, por ello, darle una vuelta al Código Penal en materia de delitos de opinión. Tampoco creo que la privación de libertad (me refiero aquí a la prisión) sea la sanción adecuada cuando resulte discutible si se han rebasado los límites; hay otras formas de manifestar el desagrado. Lo contrario termina conduciendo a esas situaciones en que sólo es lícito expresar lo que no incomoda a la mayoría. Y ya sabemos cómo se llama eso.
3€ primer mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión