El cuerpo no para de crecer
CRÓNICA DEL MANICOMIO ·
«La imaginación nos transporta muy lejos con nuestro propio cuerpo, pero, ¿también con nuestro nombre? Eso no lo sabemos, ni nos parece importar»En el corto camino que nos lleva de niños a muertos, el cuerpo no para de crecer. Si no lo hace por fuera lo hace ... por dentro. Durante la infancia es fácil percibirlo. Los pantalones se quedan cortos, los jerséis ahogan y los calcetines no se dejan poner. Más tarde, cuando ya parece que en altura no aumentamos más, la anchura reclama su cuota en el proceso. Es entonces cuando uno se embola o se agranda de modo transversal.
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Pero con estos cambios no se agota esta crónica, porque el cuerpo también crece hacia el interior y ocupa con tiranía el pensamiento y los deseos. También dentro hay un espacio, más invisible y sutil, que admite ser ocupado por este gran ambicioso. De hecho, en el hueco mental contamos con tres dominios donde, si le das ocasión, el cuerpo intenta instalarse con autoridad. Son el hambre, la fe y el amor.
El hambre agranda el cuerpo con sus ansias. El hambre nos espabila y nos vuelve pícaros, pero atonta cuando llega a un punto desesperado que no se resiste. En esas condiciones ocupa toda la cabeza y no permite pensar en otra cosa. Tras su paso por Auschwitz, Tadeusz Borowski recordó que «tener hambre de verdad es mirar a un hombre como un simple objeto comestible. Yo he tenido hambre de verdad, ¿entiendes?». El hambre del deportado, como el del pobre, agiganta su cuerpo y, de paso, nos envilece a los demás por tolerarlo.
También la fe reclama solícita del cuerpo. «Este es mi cuerpo», dice el sacerdote poco antes de convocarnos a comulgar, a escasos minutos de invitarnos a comer de Dios, de esa hostia misteriosa y transubstanciada. Ahora bien, y si comulgamos, ¿para qué?, preguntan el creyente y el no creyente también. Pues para seguir creciendo. Para resucitar con nuestro propio cuerpo y habitar en el cielo. ¿Y estará allí el cuerpo de mi madre?, me atrevo a preguntar. La imaginación nos transporta muy lejos con nuestro propio cuerpo, pero, ¿también con nuestro nombre? Eso no lo sabemos, ni nos parece importar.
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Por último, también el amor hace crecer el cuerpo. «En el amor todo quiere ser cuerpo», comenta Pedro Salinas en un momento de inspiración. Pero para descubrirlo no es necesario entregarse al estro poético. Basta con observar que el amor no existe hasta que el tacto no entra en juego. La diferencia entre amor y amistad la establece la participación del cuerpo. Un amor platónico no es digno de su nombre. Habita en la impotencia y la rumiación. Vive en la avidez disimulada de posesión. Sólo se recupera cuando, además de platónico, se vuelve carnal. El amor platónico es el que persiste después de la carne, no antes. El que se ha desilusionado con la realidad.
Esto nos hace pensar sobre si el amor a Dios y a la Patria no son una mandanga que no se puede tocar. Una justificación dictada desde el ansia de poder. Una excusa para cualquier barbaridad.
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