Ciencia y política
La clave está en la síntesis: al político corresponde adoptar las decisiones y responder por ellas; al científico, orientarlas cuando necesiten base y análisis técnico
Un sonoro manifiesto vió la luz hace unos días con bastante notoriedad y con cierto estruendo. Se presentaba como un llamamiento que 55 sociedades científicas, ... todas ellas del ámbito sanitario, hacían genéricamente a los políticos, sin citar instituciones, ni partidos, ni personas. Verdaderamente llamaba la atención, redactado, como estaba, en forma lapidaria, con diez puntos claros y directos. Las citadas sociedades científicas firmantes declaraban representar a más de 170.000 profesionales sanitarios y, en efecto, viendo el listado, no parecía faltar ninguna especialidad médica, o relacionada. Baste una referencia: la primera era la Academia Española de Dermatología y Venereología y la última la Sociedad Española de Virología; en medio, Pediatría, Geriatría, Oncología, Neurología, Cardiología, etc., etc., y también Asociaciones de Enfermería, de Farmacia, de Anestesia, así hasta 55. Relevante, sin duda.
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Pues bien, el pronunciamiento, distribuido en diez destellos, empezaba con estos dos, que me permito reproducir: «Acepten, de una vez, que para enfrentarse a esta pandemia las decisiones dominantes deben basarse en la mejor evidencia científica disponible, desligada por completo del continuo enfrentamiento político»; y continuaba: «Acepten, de una vez, la necesidad de una respuesta coordinada, equitativa y basada exclusivamente en criterios científicos claros, comunes y transparentes».
Con otro ropaje, pero sin eludir el tono de reproche, el manifiesto ha venido a poner en evidencia, de una forma más particular de lo habitual, ese asunto recurrente en estos tiempos que es la relación entre la ciencia y la política. O, más bien, la legitimación de cada una de esas instancias para adoptar determinadas decisiones, especialmente en determinadas materias. Porque el problema es general: no todas, pero gran parte de las decisiones políticas, tienen un componente técnico que las inspira, las avala, o las limita. Tal componente puede ser de distinta naturaleza; si es jurídico, o económico, quizá se le pueda neutralizar, cambiando las normas que lo rigen o modificando las prioridades que lo condicionan. Pero si el componente técnico es puramente científico, no hay otra; la decisión política no puede, no debe, apartarse del sustrato técnico que la hace eficaz. Otra cosa es que se pretenda hacer pasar como solución científica exclusiva una determinada opción, entre otras, porque resulta más presentable, o más viable, o más rentable, en términos políticos, incluso aunque no esté suficientemente contrastada. Y no digamos ya si ese que llamo factor científico aparece relacionado con las decisiones en materia sanitaria; ahí ya no valen los juicios de oportunidad, como si se tratara de hacer una carretera, anticipar un proyecto energético o financiar una actividad artística. También en estas decisiones puede haber un componente técnico para elegir, desechar o aplazar. Si la decisión es sanitaria, y más en un contexto en el que es obligada la actuación inmediata, no hay juicio de oportunidad que valga; lo que hay es mandato científico imperativo, o, si lo prefieren, estado de necesidad.
Este es el escenario en que actualmente se desenvuelve esa relación entre la ciencia y la política, y en el que incide el Manifiesto al que me referí. Con frecuencia se ha despachado el asunto reivindicando que el cargo que tiene atribuida la decisión política en una determinada materia debería estar ocupado por un experto, de acreditada cualificación, competencia y experiencia en esa materia; y es significativo que tal alegato se haya hecho en materia sanitaria con más énfasis que en cualquier otra, pensando de buena fé que, si la autoridad sanitaria está en manos de un prestigioso médico, que conoce el mundo sanitario de primera mano, las decisiones se tomarán con más conocimiento de causa y serán más correctas. Habrá casos en que sea así, pero coincidiremos en que no tiene por qué ser así; y hasta habrá también casos en que no debe ser así. Hay argumentos e hipótesis en todas las direcciones y seguramente han escuchado su ejemplificación en muchas ocasiones: un buen médico puede ser un fatal político; al Ministro de Sanidad no se le pide que sepa manejarse en un quirófano ni recetar un medicamento, lo que se le pide es que ordene bien el sector y fije bien las prioridades, que busque los recursos necesarios, y que los invierta bien. Si es entendido en gestión sanitaria, mejor; pero, sobre todo, se le pide que sepa rodearse de técnicos y científicos competentes, aunque él no lo sea, y que les escuche cuando vaya a tomar decisiones que exijan fundamento y eficacia. Por eso ha habido excelentes Ministros de Sanidad que eran economistas o ingenieros; y otros que fueron menos buenos, aunque estuvieran más próximos a una profesión directamente sanitaria. Todo ello contando con que en bastantes ocasiones el Ministerio de Sanidad no se adjudicó ni con un criterio, ni con el otro; simplemente con ninguno, en la ilusa creencia de que, estando la mayor carga competencial en las Comunidades Autónomas, resultaba indiferente quien lo ocupara en cada momento. ¡Sobradas pruebas hay de ello¡
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Así que la clave, como en tantas otras cosas, está en la síntesis: al político corresponde adoptar las decisiones y responder por ellas, asumiendo el criterio científico procedente; al científico, orientarlas cuando necesiten base y análisis técnico, ayudando en el proceso de elección de la mejor opción. Lo indeseable es que cualquiera de los dos intente suplantar al otro: que el político construya con artificio la razón científica que hace su decisión más presentable, o que el científico mida en términos de impacto político su propuesta. Como igualmente lo es que el político busque alrededor presuntos científicos ad hoc y que el científico se muestre disponible para aceptar instrucciones políticas en la preparación de la decisión.
Visto así, el Manifiesto que me condujo a esta reflexión está bien traído. Claro que tiene apartados muy tajantes a los que les hubiera venido bien algún matiz. Pero su espíritu va en una dirección muy razonable: lamenta la lentitud burocrática en resolver asuntos; reclama un protocolo nacional, con normas generales de prevención y gestión, con criterios científicos comunes y sin interferencias políticas, compatible con actuaciones territoriales diferenciadas; exige garantías para la igualdad de trato de todos los españoles en esta materia; pide flexibilidad y actualización en el manejo de los recursos sanitarios; y, en fin, propone que sólo las autoridades sanitarias establezcan las prioridades de actuación y termina abogando por «cambiar ya tanta inconsistencia política, profesional y humana», a la vez que ofrece conocimiento en todos los ámbitos de la salud. Ya digo, a falta de algún que otro matiz, no sobra nada en el mensaje; ni siquiera cuando coloca la pelota en el tejado de los que tiene que jugarla.
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