Apareció la niebla en la mañana del sábado. Mientras nos abrazaba con ritmo de escarcha, un matrimonio daba cuenta de unos huevos fritos con morcilla ... en Landa. El mostacho del hombre se movía con una cadencia armoniosa, vivaracha. Resbalaba una alegría onerosa por sus bien almidonadas mejillas. Una pareja de caballeros se sentó al lado. Miraron, desearon buen provecho y comenzaron a reírse entre dientes. Desayunaban con el pelo recién pasado por el secador y la panorámica cristalera del hotel frente a la mesa. Y en vez de deleitarse con el paisaje y los bollos recién horneados del local, se pasaron los siguientes diez minutos pelando un kiwi, abjurando de la elección del pobre hombre y haciéndolo con una intensidad suficiente para que la sala entera se diera cuenta. Que dónde iba con semejante ingesta de calorías a las diez de la mañana. Uno juzgaba y el otro apostillaba, ambos en Dolby Surround. Faltó que lo sujetaran de las solapas y le recriminaran que estuviera tratando de matarse. El señor, prudente y discreto, se hizo el tonto sin serlo y siguió disfrutando de untar la yema y de la cubierta churruscada de los aderezos.
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Los dos del patíbulo mantenían una conversación en la que podríamos haber intervenido cualquiera de los presentes. Mi mujer se asustó tanto en una carcajada del dúo que casi tira su huevo, con lo caros que están. Me giré con mi característica cara de director de colegio y pidieron perdón por lo bajini y con un descojone rayando lo grotesco. Uno de ellos contestó una llamada, una tal Eugenia. Todo el velador escuchó que había tenido un imprevisto con su ex, un canalla que, por lo visto, quería limpiarle la cuenta con Mister Proper, a fondo. Poco recato para temas tan delicados, en mi opinión. Colgó y tres segundos después puso a la interlocutora de vuelta y media sin la menor cautela.
Al fin, se levantaron y abandonaron la mesa. Tarde para poder volver a concentrarme en la lectura y disfrutar de la pequeña chimenea. Miré por el ventanal y el cielo tendía a querer romper en copos, como en esa serie de chavales de los 80 pero sin monstruos. Porque en Burgos, claro, no los hay. Sólo gente, algunos, que hablan demasiado alto. Como en otros lugares o en casa. Resulta que ahora vivimos la época del exabrupto y a todos nos vendría bien más tacto y respeto por la conversación de los demás. Pero qué vas a pedir si el mantel cotidiano está urdido con desmentidos, declaraciones, réplicas, mofas, traiciones, desbarres, manifestaciones… y todo gritando. Vocea que algo queda. Y el vecino de a pie se contagia y cree que ese es el nivel.
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Regresé a mi habitación cavilando y deduje que necesitarán notoriedad o imponer su criterio a través del volumen, pero el casito se obtiene cuando el parloteo es interesante y el tono suele disminuir cuando la importancia de lo que se va a decir es irrefutable. Los ojos y mentes se abren si se susurra con autenticidad. Se atempera la inflexión, se capta la atención de la audiencia y se impacta. Lo contrario son alaridos huecos de cuquero con ofertas engañosas de tres por el precio de dos.
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Tomamos el coche de vuelta y la radio salpicó el viaje con esa canción que decía que todo fue por una rubia loca que bailaba sola al amanecer. Pese a que mis sentidos estaban en el frente y el volante, la mente me llevó a aquellos años mozos de Molly Mallone en los que la canturreábamos, con más o menos tino, al compás de Calamaro. Volví al presente consciente de que en esas se puede desgañitar cualquiera, pero ahora vivimos en un exceso de ruido, interrupción y berridos presuntuosos. Y no se dan un bar.
Recogí la maleta y seguía valorando mi recelo del que chilla. Algunos mezquinos apelan a ganar con el alboroto. Si ese es el mundo que queremos, me bajo ahora mismo. Mi profesor de literatura de COU comentaba Otelo o Luces de Bohemia con rigor y un nervio mesurado. Alsina no me ha reventado el desayuno con bufidos en nueve años y Rodrigo Cortés explica lo que no veo de las películas con un discurso retenido y rico. Lo de elevar la voz se deja para los conciertos que estén por llegar y para la ducha. El resto son milongas, como esa del marinero y el capitán que hablaba de una rubia loca. ¿Y saben lo que no hacía Andrés mientras la interpretaba? Gritar.
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