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La 58ª Feria del Libro de Valladolid da comienzo hoy a nueve días de encuentros literarios, conversaciones con escritores y libros a precios rebajados en ... las casetas de la Plaza Mayor, con el grueso de las librerías de la ciudad (y algunas del entorno) esperando vivir una suerte de segunda navidad en los meses de mayo y junio. Como pistoletazo de salida habitual, la lectura del pregón a cargo de una figura literaria destacada del panorama actual, que este año recae en el paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga, quien vertebrará un discurso articulado en torno a «los superpoderes que nos dan las palabras».
«Hago mías las palabras de Millás y afirmo que las palabras son como un órgano de visión», explica. «Las palabras trabajan al servicio de los sentidos, proporcionando maneras de ver las cosas que, de otro modo, pasarían desapercibidas». Esto entronca con una de las grandes pasiones de Arsuaga, la educación, firmemente entrelazada bajo su punto de vista con la labor de la divulgación.
«Son como pequeños implantes cerebrales sin los cuales no apreciaríamos muchos matices y complejidades», profundiza. Y es que alguien sin palabras «es capaz de entrar en una catedral y no ver nada», tampoco podría apreciar un bosque «sin conocer las diferentes especies de árbol o los distintos nombres de las plantas», Ahí es donde entra la labor de la divulgación: «Esta debe consistir en ampliar el vocabulario; no en llamar a todo 'barco', sino saber cuándo estamos frente a una goleta, cuándo frente a un fragata y cuándo frente a un bergantín».
En torno a esos «superpoderes literarios» construye Arsuaga su pregón: «Nunca pensé que la Feria del Libro de Valladolid me daría este honor, este regalo y este premio que supone representar a todos los que escribimos y tener acceso para hablar de las palabras», confiesa. «Mira que hay tipos de ferias: feria del automóvil, feria de ganado, feria de la tecnología... pero solo la Feria del Libro es la que nos hace más inteligentes y la que contribuye a aumentar nuestras capacidades».
Preguntado por el eterno debate que insiste en dar el pasaporte al libro como formato físico, Arsuaga considera que «el soporte no importa más que la escritura, y la escritura nunca va a morir». Y es que, atendiendo a la historia de la humanidad, el libro de papel, «o códice», ha tenido mucho menos tiempo de vida que las tablillas de arcilla: «Curiosamente, hemos vuelto a ese tipo de soporte, aunque ahora nuestras tablillas son digitales», sonríe.
«Da igual leer el 'Poema de Gilgamesh en una tablet o en una tablilla de arcilla; importa más el texto que si está escrito en papel o en soporte digital... 'El Quijote' es 'El Quijote', lo leamos en un códice, en un pergamino, en un rollo de papiro o en un ebook: eso no es algo que deba preocuparnos».
Sí que se preocupa Arsuaga, en cambio, por el oficio de los libreros: «Hay que comprender sus preocupaciones», admite, «pero confío en que el libro de papel va a durar, no va a ser sustituido: es un soporte bueno, cómodo y tiene el valor añadido del tacto, que es un sentido que también forma parte de la experiencia de la lectura». Tampoco desdeña, claro, el valor 'fetiche', como de ídolo pagano, que puedan tener los libros: «En esa categoría caen aquellos libros que están bien hechos; otros que están muy mal impresos o pésimamente encuadernados, con materiales baratos, se destruyen a sí mismos».
En la mesilla de Juan Luis Arsuaga hoy descansan 'La Odisea'; «un poema épico interesante que no nació tampoco como libro, sino como la literatura oral de un bardo llamado Homero», y el número 100 de la mítica colección de Austral, una edición comentada del 'Cantar de Mío Cid' a cargo de Ramón Menéndez Pidal: «El papel no es especialmente bueno, pero es un libro que aguanta», ríe.
Arsuaga también tiene una explicación para que, como seres humanos, sigamos zambulléndonos en un buen libro: «El cerebro, a nivel molecular, consume glucosa; pero a nivel mental consume relatos; estamos ávidos de que nos cuenten buenas historias», desgrana. «Por ese motivo, soy optimista cuando pienso en que los relatos nunca morirán».
Y naturalmente, en todo este relato no puede faltar la gran revolución que asoma a la vuelta de la esquina, también a la hora de articular historias: las inteligencias artificiales. «Yo siempre la comparo con las traducciones; una IA te hará mejor trabajo que un mal traductor, pero por el momento no es capaz de mejorar la traducción que hizo Pedro Salinas de la obra de Proust», defiende.
«Una máquina puede funcionar de modo más efectivo que un ser humano 'normal', pero en los niveles de excelencia seguiremos siendo mejores por mucho tiempo», concluye. Por eso defiende que, como lectores, sigamos reclamando y abogando por estos talentos literarios siderales: «Lo malo será que desde el punto de vista económico será más económicamente rentable la traducción automática de una IA que una buena traducción de un gran escritor», lamenta. «Pero es algo que ha funcionado siempre así en la vida: o se apuesta por la excelencia o se apuesta por la mediocridad».
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