Atrévete con Drácula, no muerde
<strong>Los Cárpatos son una tierra de desfiladeros y castillos envueltos en la bruma,</strong> pero la mención del famoso conde sólo causa indiferencia entre los lugareños y lo único aterrador son las carreteras
SERGIO GARCÍA
Sábado, 3 de octubre 2009, 03:18
El sol acaba de ponerse sobre el lago Snagov, 30 kilómetros al norte de Bucarest. El día ha sido caluroso, pero sopla un viento frío que sacude las cañas de la orilla y hace entrechocar las barcas en el muelle de madera. Ha pasado la hora de las visitas, pero un cartel en la carretera informa del número de teléfono del monasterio. El viajero lleva desde la mañana conduciendo por unas carreteras infames donde por más que se lo proponga es imposible sobrepasar los 50 kilómetros por hora. Y está dispuesto a vender su alma al diablo con tal de visitar la tumba de Drácula antes de tomar el avión de regreso al día siguiente. No, no es un necrófilo, ni ha consagrado su vida a la magia negra, ni elabora una tesis sobre vampirismo. Las noches de luna llena no le incomodan y ésta en particular le permite ver al otro lado del lago el palacio que mandó construir Ceaucescu y que en septiembre de 1992 sirvió de suite de lujo a Michael Jackson, cuando el Rey del pop se acercó hasta aquí en el marco de su gira 'The Dangerous Tour'.
Sus oraciones han sido escuchadas. Un cura se compadece de él y promete enviarle en barca a un joven seminarista que pasa las vacaciones con la congregación. Casi de inmediato, escucha un chapoteo a lo lejos y logra identificar al chaval que se abre paso hasta él. Si no fuera porque se le supone buen corazón, no cuesta imaginarle maldiciendo al turista intempestivo que ha interrumpido su digestión. Gabriel, como el arcángel, chapurrea el castellano -tiene cinco hermanas y tres han emigrado a Cuenca- y desempeña su cometido con la resignación del penitente.
La iglesia está precedida de una pequeña torre, el único vestigio del monasterio original que destruyeron los turcos. Los muros son una pequeña joya de la arquitectura religiosa ortodoxa: frescos donde se recoge la vida y pasión de Cristo cubren hasta el último centímetro cuadrado, altares fínamente labrados, iconos repujados en plata... «Pero Vd. viene a ver la tumba, claro...» Claro. Está al fondo de la nave principal, bajo el Pantocrator, rodeado de andamios donde dos restauradores combaten con la precisión de cirujanos los efectos del paso del tiempo en las pinturas. Vlad Tepes (El Empalador) yace frente al altar en una tumba que no sobresale del suelo. Encima, su retrato más conocido y una vela agonizante que dibuja sombras sobre las paredes.
Rehén de los turcos
Sorprende el tamaño de la tumba y Gabriel explica que es tan pequeña porque los turcos cortaron la cabeza al hombre que descansa en su interior. El viento sopla en el exterior y el frío entra por las rendijas de una ventana. El seminarista se lanza entonces a contar la historia de Draculea, el hijo del Diablo -su padre también era fino-, el hombre que consagró su vida a detener el avance de los turcos y que ostentó el poder al término de la Edad Media, siempre a caballo entre Transilvania y la región denominada Terra Romanesca, la actual Valaquia. No es difícil seguir los pasos de Vlad Tepes por el país, lo complicado es encontrar un rumano que no responda con una mirada condescendiente a quien pregunta por este héroe nacional al que un escritor irlandés llamado Bran Stoker -¡que el cielo confunda!- convirtió en un galán de opereta sediento de sangre.
La historia de Drácula, el de verdad, comienza en Sighisoara, una ciudad de la región de Mures que ha conservado para la posteridad una fortaleza medieval que es parada obligatoria en cualquier viaje a Rumanía. La muralla está coronada por una decena de torres -la más espectacular la del Reloj- contra la que se estrellaron los ataques de los turcos en el siglo XV. Allí nació Vlad Tepes, que heredó de su padre la encomienda que éste a su vez había recibido del emperador Segismundo de Luxemburgo, la de combatir a los infieles en una época en que los ejércitos turcos se desparramaban por Europa. El joven príncipe entró así a formar parte de la orden de los Dracul (dragón) -a la que, por cierto, también pertenecían los reyes de Castilla- y de una tradición familiar que incluía luchas intestinas contra otras familias nobles.
Vlad y su hermano fueron entregados por su padre en calidad de rehenes a los turcos, que se aseguraban así su obediencia. Recibió en Estambul una educación exquisita, pero el odio por el invasor nunca desapareció. De vuelta a su país, y atrincherado en la fortaleza de Poienari, cerca de Curtea de Arges, lanzó sucesivos ataques contra sus enemigos a los que derrotó una y otra vez siguiendo una estrategia de guerrilla. Fue, sin embargo, su crueldad refinada la que le garantizó un sitio en la posteridad. Empalaba a los prisioneros para sembrar el pánico entre sus enemigos. No ahorró sufrimientos a nadie, ni a los musulmanes a los que hizo prisioneros ni a los de su propio bando que le traicionaban. Sanguinario, sin duda, aunque tampoco se distinguió tanto de Iván el Terrible o el Duque de Alba.
Un nido de águila
Hasta Poienari acuden los incondicionales de Drácula, y eso que después de subir 1.400 y pico escaleras sólo les espera un paisaje de desolación y ruina... y un precipicio de órdago. Desde allí se giran visitas a Targoviste, antigua sede real y a Bran, 30 kilómetros al sur de Brasov, donde otro castillo propiedad de la familia real de Rumanía, pasa por ser la morada de Drácula, aunque éste nunca llegara a pisarlo. Que nadie se espere ristras de ajos, crucifijos o un surtido de bruñidas estacas, aunque los lugareños hayan montado un bosque de tenderetes a las puertas de la fortaleza para abrumar al visitante con un variado surtido de camisetas que recrean el 'Drácula' de Coppola y tazas de las que asoman colmillos.
Conforme avanzamos hacia el norte, quedan atrás pueblos de una religiosidad a flor de piel, donde todavía es posible presenciar escenas propias de hace un siglo. Como el entierro con el que se tropieza el viajero a las afueras de Sighisoara, con el difunto montado en un carruaje camino de su última morada y todos los vecinos en procesión. Cerca de Bistrita, el 'Corona de Oro' trae a la memoria el restaurante donde Jonathan Harker, el abogado de maneras estiradas que acude a la llamada de Drácula, hace un alto antes de sumergirse en ese abismo de oscuridad insondable donde una jauría de vampiresas le chuparán la sangre estre mordiscos y lametones. Por no hablar del Hotel Drácula en Piatra Fantanele, el punto más elevado del desfiladero del Borgo con vistas al parque natural del Monte Rodnei, al sur de Maramures. A estas alturas de la película, el viajero ya ha descubierto que los rumanos son unos artistas en el noble arte de adornar la realidad, así que tampoco se sorprende mucho cuando le dicen que el hotel contiene una cripta y que se vieron obligados a cerrarlo durante años después de que una turista francesa de 87 años muriese de un ataque al corazón, dicen que «por la impresión».
Eso sí, cuando uno desmonta el mito acaba rindiéndose a la evidencia, la de hallarse en un país donde lo único aterrador son las carreteras. Atravesado por montañas que recuerdan a Suiza, repletas de bosques de pinos y abetos, y reserva de osos de la que se abastecen los parques de media Europa; con una gastronomía arrebatadora y unos precios sin competencia. De gente, en definitiva, que sólo arruga el ceño cuando le sacan a colación al dichoso conde. Salvo si uno se llama Gabriel, es seminarista y tiene encomendada la salvación de tu alma.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.