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La noria, en el Real de la Feria. / G. VILLAMIL
DE PINGOS PARDOS

La noria no marea

FRANCISCO CANTALAPIEDRA

Miércoles, 10 de septiembre 2008, 10:42

Qué duro es esto de ser reportero. Y aunque reconozco que hay algunas diferencias entre cubrir la carnicería de Afganistán o los estragos del huracán que azota el Caribe y pasar la tarde en la feria de los caballitos, todo tiene sus riesgos. A mí al menos así me lo pareció cuando tuve que optar entre montarme en una atalaya donde la gente pierde los zapatos y el sostén o probar la atracción 'Saltos Mortales', que por tres euros te deja preparado para pilotar un misil montado a caballo sobre el morro como en la película 'Teléfono rojo, volamos hacia Moscú'. Y aunque no me monté en casi nada, recorrí de cabo a rabo el 'escenario de guerra' del Real de la Feria porque el periodismo es lo que tiene, que te convierte en un notario de tu tiempo. Y como tal doy fe de varias cosas.

La primera, que las atracciones cuestan de tres euros para arriba, lo que a simple vista es una pasta, sobre todo si uno va con niños. La segunda, que la noria no marea y que aunque permite ver el recinto desde arriba y una parte de la ciudad, es un poco coñazo porque entre la cola, las vueltas que da, la espera para subir y para pisar de nuevo tierra firme, se te van veinte minutos, tiempo que aproveché para pegar una parrafada con mi colega Maribel Barrante, que iba con un grupo de niños que no me atreví a preguntar si eran suyos porque en esta profesión, entre noviazgos secretos y divorcios, nunca sabes a qué atenerte. Compartí cesta con Mónica Galán, de 11 años, y con su primo Andrés Peláez, de ocho, que a la tercera vuelta parecían tan aburridos como yo. La única emoción es que las cestas pasaban por encima del Circo Mundial, lo que me hizo pensar el susto que se llevarían los espectadores si cayéramos encima de la pista desde 40 metros de altura, que no sería nada comparado con el que nos llevaríamos nosotros. Como los circos siempre me han gustado y yo me había tomado muy en serio el trabajo de reportero, hice una entrevista y todo al gerente, José María Villanueva, que además de regalarme un pase me tuvo que dejar un bolígrafo porque el mío había dejado de pintar. De la entrevista saqué en claro que de ese negocio viven 70 personas de diez países y lenguas diferentes, que unido a lo que hablen entre ellos los tigres, los leones y los caimanes, tiene que parecerse bastante a una Torre de Babel. A precio de noria probé también una atracción llamada Hotel Wintowers, donde se me desprendió la próstata y pude salvar la retina apretándome muy fuerte los ojos.

Como me hacían chiribitas, no pude hacer salir de sus agujeros a los avioncitos esos que llevan regalos en sus alas, a pesar de que don Manuel Cachares, el dueño, me dejó apoyar la carabina en el mostrador. Al final, me tuve que conformar con probar suerte en la tómbola donde te dan 30 boletos por 10 euros, cuyo precio en papel ya los valen. Además de no llevarme la licuadora tengo la sensación de que jodí un árbol con tanta papeleta, gracias a las cuales conseguí media docena de vasos de chupito. Una ganga. En ese momento me dio por acordarme de mi padre, que tenía mucha suerte en las tómbolas, tanta, que mi madre le dijo un día: casi es mejor que no vuelvas a la feria hasta que no rifen un pollo, que cazuelas ya tenemos bastantes.

También descubrí que los inspectores de Trabajo pasan poco por el recinto, porque si lo hicieran exigirían un sobresueldo para los que atienden las casetas donde por un euro te dan un chato de Cariñena mientras suena incesante la jota aragonesa. Pasar diez, doce horas escuchando «La Virgen del Pilar tiene / repleticos de fervor / un altar en cada pecho / de los hijos de Aragón», mientras pones canutillos en el vino, merece un plus de penosidad.

Con la duda de saber quién revisa los tornillos de las atracciones, me cambié de bando y me fui a zampar a la Feria del Folclore y la Gastronomía. Pero eso lo cuento mañana.

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