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BARQUERITO
Jueves, 13 de septiembre 2007, 02:53
Dos semanas después de la cogida de Linares reapareció José Tomás en Salamanca. Ambiente formidable, extraordinariamente propicio, incondicional, rendido de antemano, apasionado. De antemano, el cartel traía una dosis de morbo: estaba anunciado Ponce y Ponce soñaba con esta corrida precisamente. No hay trato ni de palabra siquiera entre los dos toreros desde que Ponce decidió caerse del cartel del 17 de julio en Ávila. De la corrida benéfica de la Plataforma de Defensa de la Fiesta. Esta de Salamanca iba a ser la única y última coincidencia entre los dos. Tenían la corrida firmada Ponce y José Tomás desde primavera. La fatalidad se cebó con Ponce en Murcia justo en la víspera del ajuste de cuentas. Una cogida, una lesión de rodilla, adiós temporada.
Se notó la ausencia. No en la taquilla: agotado el papel, como en todas las corridas de la tournée 2007 de José Tomás. Sí en el lugar donde los toreros dirimen los pleitos. Faltó la presión Ponce. La corrida, muy notable espectáculo, fue emotiva y brillante. Movida y hasta ajetreada porque los seis serios toros de El Pilar hicieron cosas extravagantes en abundancia: atacar en tromba, venirse arriba, venirse abajo, rajarse, perderse, acosar, hacer hilo, reponer pegajosamente, mirar de sesgado, no entregarse ni en el momento en que parecieron rendirse. Corrida nada sencilla, aunque el sexto rompiera a bueno y el primero resultara a la hora del recuento el de mejores notas.
Pero la competencia para José Tomás no iba a venir ni de El Fundi, que a punto de cumplir veinte años de alternativa se encontró el caramelo inesperado de una sustitución propuesta por el mismo José Tomás; ni de El Capea, que se había aupado al cartel de más fuste de toda su vida de matador. Salieron los tres a hombros. Se le fue la mano al palco, generoso y fácil. Pero también a la gente, que no se saciaba con nada. Y, sin embargo, ninguna de las dos faenas de José Tomás, que eran el reclamo de la inmensa mayoría, llegó a vibrar con tensión continua. Ninguna fue redonda ni nada parecido. Tuvieron de mérito especial la firmeza. La apostura tan solemne y segura del torero, que volvía al tajo sólo dos semanas después de una cornada grave. Pálido y extremadamente delgado José Tomás. Elegantemente vestido de carmín y oro. Elegantes todos los gestos: la manera de pisar como si se posara. O de llegar a la cara del toro. No todas las veces, pero sí las suficientes. Y la manera de irse y de sentir entonces ese runrún aprobatorio con que se hacen sentir en la plaza los suyos.
Casi fulminantes
A los dos toros los tumbó José Tomás de estocadas casi fulminantes. Algo desprendida la del quinto. Por el mismísimo hoyo la otra. A los dos, rajados y distraídos, le costó cuadrarlos tanto tiempo que llegó a cundir la impaciencia y hasta sonó en desdoro un aviso antes de igualar al segundo, que fue el peor. A tumba abierta con la espada, por tanto, y eso fue casi lo que más contó. Casi. Lo más caro fueron los diez lances con que saludó a la verónica al quinto. De un compás y un ajuste realmente soberbios, las manos bajas, la figura compuesta sin estorbo, el embroque suave pero de escalofrío, el toro convencido, los diez lances en trenza para llegarse desde tablas a la boca de riego sin que se sepa cómo. Y después de esos diez lances, los trincherazos embraguetados que sueltos adornaron trances diversos: castigo en la apertura, adornos de salida o adornos por libre hasta formar madeja.
Siempre en los medios José Tomás, hasta que se le fueron a toriles los dos toros. Apenas logró sacarlos de ellos. Ni proponérselo. Una chusca tanda de manoletinas al segundo pareció un brindis al sol. Ese toro, incierto y frenado, le pegó una voltereta en un cite con la zurda y José Tomás hizo lo que se esperaba: levantarse sin mirarse ni mayor aparato Antes de eso, con el capote, lo había toreado templadamente por delantales en un quite ligero. El desorden de las dos faenas, con sus buenos episodios sueltos -uno de las flores, un circular, el aguante de dos miradas al vientre- pareció deliberado a veces, aunque no lo fuera. La fe con la espada, la gran apuesta. Todo, con la firma de su autor. Y el fervor insuperable de su gente.
Ni El Fundi ni El Capea fueron meros comparsas. En parte, porque sus toros atacaron mucho más que cualquiera de los del lote de José Tomás, y porque lo hicieron, en algunos momentos, muy inciertamente. El cuarto atropellaba; el primero, apenas picado, se vino arriba con díscola agresividad; el tercero, que se rajó en el momento menos pensado, sacó un fondo belicoso y pegajoso, desparramaba, se iba suelto de engaños; y, en fin, el sexto, cinqueño cumplido, fue el que mejor se asentó y mejor dejó estar. El Fundi se empleó a destajo y sin reservas, pero lo sorprendió mucho el aire incierto del cuarto, y le costó ajustarle las tuercas al primero. Fueron dos faenas de torero macho, con ilusión de torero nuevo. Dos peleas trabajosas, sin tiempos muertos. De la estocada del cuarto El Fundi salió perseguido y esa fue la guinda de tanta emoción.
El Capea no se arrugó. Salió sereno a su primer turno a pesar de que para entonces pesaba la corrida mucho y demostró su oficio seguro para librarse de las reposiciones del pegajoso tercero. La ocasión llegó al final. Al toro bueno de la corrida lo templó con la mano derecha en faena de autoridad, templada y gobernada. Por esa mano solamente, pero lo bastante como para volcar el ambiente o la plaza, que no fue sencillo. Con la plaza volcada, se sintió de verdad a gusto y, cuando tocó matar, se fue tras la espada sin pensar en nada que no fuera salir por la puerta grande.
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