Calle Mayor de Toro a principios de los años 20 del pasado siglo. MINISTERIO DE CULTURA

'La Dueña' los salvó de la peste

Cuentan que fue un labrador quien descubrió por casualidad la talla de la Virgen del Canto, patrona de Toro y responsable de impactantes milagros

Miércoles, 29 de julio 2020, 08:14

La situación era dramática. Europa asolada por la peste negra, su mujer y sus hijos postrados en casa por la enfermedad y él, labrador humilde, ... sin poder dejar de trabajar. Era mediados del siglo XI y Pedro seguía acudiendo a las tierras para poder alimentar a los suyos. No podía imaginar que aquel día, aquel descubrimiento, le cambiaría la vida.

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El relato mágico de la Virgen del Canto, patrona de Toro y de su alfoz, nos devuelve a tiempos de agonía medieval para engrandecer más si cabe el alcance de la leyenda. Porque a la amenaza de la peste negra había que sumar, para Pedro y para los demás toresanos, las razzias musulmanas en la zona. Todo un laberinto de peligros que, de pronto, se desvanecieron aquella mañana en la que, cavando en la huerta, Pedro se topó con algo duro. Pensó que era uno de los muchos cantos rodados que poblaban esa zona tan poco productiva, por lo que continuó hincando la azada. Entonces lo escuchó: era como un quejido que salía de las entrañas de la tierra.

Al escarbar con cuidado, se topó con una talla de piedra que representaba a la Virgen María con el niño en sus rodillas. «No se sabe cuánto tiempo debió de estar la imagen enterrada, pero los lugareños supusieron que, a raíz de la invasión musulmana, y de las numerosas razzias o incursiones, los habitantes pensaron que lo mejor era ocultarla para evitar que fuera profanada», escriben Concha Ventura y Florián Herrero.

Pedro no dudó en proteger la talla y llevarla a casa. Nada más entrar, la estancia se iluminó y su mujer y sus hijos recuperaron la salud. Fue el primer milagro de la que enseguida sería bautizada como Virgen del Canto, en referencia quizás a las piedras que poblaban aquella tierra donde fue hallada o a su localización, tan extrema y periférica. Sea como fuere, enseguida la llevaron a la hoy desaparecida iglesia de San Juan de la Puebla para que la custodiase el párroco.

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Enterados los toresanos, comenzaron a acudir al lugar para venerar la imagen. Y todos aquellos que lo hacían con sincera devoción quedaban curados de la peste al momento. Para festejar tamaño suceso, el cura organizó una procesión a la que se sumó todo el pueblo con candelas y velas encendidas, comprobando, con sorpresa, cómo a su paso las campanas de iglesias, ermitas y conventos comenzaban a repicar solas.

Por todos estos hechos, la Virgen del Canto fue nombrada patrona de la localidad, siendo denominada más adelante «La Dueña» y venerada cada 8 de septiembre. Cuando la iglesia de San Juan de la Puebla se arruinó por descuido de sus dueños, la imagen fue llevada a una pequeña ermita, la actual de Nuestra Señora del Canto, que también atravesó por vicisitudes diversas. Ventura y Herrero refieren, por ejemplo, los atropellos de los franceses durante la Guerra de la Independencia, incluida la conversión de dicho santuario en fábrica de harinas, lo que, indirectamente, habría salvado a la talla de ser profanada al mimetizarse, una vez cubierta por harina, con el blanco de la pared. Trasladada por un harinero que descargaba costales al monasterio del Sancti Spiritus, regentado por las monjas dominicas, retornó a la ermita una vez reconstruida ésta en 1822.

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De entre los numerosos hechos milagrosos que los toresanos atribuyen a su «Dueña» sobresale el ocurrido tras una rogativa multitudinaria celebrada en agosto de 1834 para aplacar los estragos del cólera, cuando, de manera sorprendente, la Virgen cambió de semblante para mostrarse más triste. Era un aviso de lo porvenir: varios sicarios estaban preparados para perpetrar una terrible matanza de frailes. De pronto, se desató una tormenta tan terrible que todos los presentes huyeron despavoridos a sus casas, salvando de esta forma a los religiosos. La talla, que había sido protegida por miembros de la familia de los Samaniego, estaba totalmente seca a pesar del aguacero. Al día siguiente, todos los que habían acudido a la rogativa con sables, cuchillos y pistolas para perpetrar los asesinatos aparecieron muertos de manera misteriosa en sus casas.

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