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A decir verdad, nadie se atreve a poner una fecha concreta a la tradicional costumbre de comer doce uvas al son de las campanadas de fin de año. Hay teorías para todos los gustos, pero la más extendida es la que hace responsable de dicha tradición a la aristocracia española, quien a su vez la habría tomado de la francesa tras observar, en sus viajes a Paris o Biarritz, cómo despedía el año a base de beber champán y comer uvas. Los periódicos españoles comenzaron a dar cuenta de este proceder a partir de 1880. Faltaba poco para el bullicio en la Puerta del Sol.
Porque de Madrid irradió a las demás capitales. El año fundacional de la fiesta popular suele situarse en 1882, después de que el alcalde madrileño, José Abascal y Carredano, anunciara la imposición de una tasa de un duro a todo aquel que quisiera celebrar la fiesta nocturna de los Reyes Magos. La razón no era otra que poner freno a una noche de excesos y ruido. Cuentan que las clases populares reaccionaron trasladando los festejos al 31 de diciembre a modo de protesta frente al Ministerio de la Gobernación, situado en la Puerta del Sol, para, de paso, despedir el año con una actitud burlona: a imitación de las clases aristocráticas, decidieron comerse una uva por cada campanada.
Sea como fuere, lo cierto es que a finales del XIX comenzaron a propagarse las noticias sobre esta costumbre. «Para obtener dicha durante un año entero es preciso comer doce uvas el 31 de diciembre, al sonar la primera campanada de las doce de la noche. Dicho se está que la baratura del artículo coloca el amuleto al alcance de todas las fortunas, y por consiguiente son contadas las personas que dejan de verificar la sencilla y grata operación», podía leerse, por ejemplo, en un periódico de tirada nacional el 31 de diciembre de 1897. Ahora bien, ¿fueron siempre doce uvas? Pues tampoco está del todo claro.
Tres años antes, un periódico apuntaba que debían comerse no doce, sino tres uvas, símbolo de la «alegría, la salud y el dinero», mientras otros referían el ejemplo de señoritas que en el Teatro Lara, de Madrid, festejaban la entrada del año comiendo solo siete. Incluso había quienes preferían engullir trece uvas, siendo la última la que amarraba la suerte. Ahora bien, la costumbre más arraigada, consistente en comer una uva por cada una de las doce campanadas el 31 de diciembre, comenzó a cobrar fuerza a partir de la última noche de 1902. Fue entonces cuando la Puerta del Sol se llenó como nunca de nutridos grupos de personas en festiva celebración. A partir de ese momento, la tradición se extendió con rapidez por el país.
Los vallisoletanos, sin embargo, tardaron algo más en pasar del festejo reducido de las doce uvas en familia, cafés, casinos y teatros, al bullicio de la Plaza Mayor. El primer anuncio explícito lo encontramos en la portada de El Norte de Castilla el 31 de diciembre de 1911: «¡Vallisoletanos ¿Deseáis suerte? Comed las doce uvas a la entrada de año. Las encontrareis abundantes en la frutería La Cubana, Santiago, 6». Todavía el 31 de diciembre de 1915, este periódico informaba de la costumbre de comer las doce uvas en fiestas familiares, mientras que en teatros y espectáculos públicos se interrumpía la actuación y la orquesta tocaba la Marcha Real mientras el público cumplía con el rito. La llegada de 1917 ya convirtió la Plaza Mayor en un auténtico centro festivo; y así se mantendría desde entonces.
Especial impacto tuvo la última noche de 1922 gracias a la imponente iluminación del reloj de la Casa Consistorial, obra del electricista Barroso, pues a cada campanada se encendía una bombilla roja hasta culminar todo el círculo. Al año siguiente, sin embargo, el Ayuntamiento no cuidó los detalles ni encendió los focos de la Acera de San Francisco, por lo que las 3.000 personas congregadas en la Plaza Mayor tuvieron que escuchar las doce campanadas, acompañadas de las doce uvas, en «tinieblas desoladoras». Aun así, por primera vez se montaron puestos para «la venta de las uvas de la suerte, uvas en racimo, uvas en cestitas y uvas en modestos cucuruchos de papel». Numerosos grupos animaron la fiesta con almireces, panderetas y otros instrumentos, incluidos muchos útiles de cocina.
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