Contrabandistas de Villalón
Durante el verano de 1844, las noticias sobre el comercio ilegal provocaron escenas inéditas en el pueblo, incluido un bofetón al alcalde
No era un secreto, ni mucho menos, en la Tierra de Campos durante la primera mitad del siglo XIX. Villalón, su capital geográfica, poblada de esforzados agricultores que muchas veces compaginaban las absorbentes faenas del campo con la producción de un queso de renombre, curtidos de pieles, molinos de aceite de linaza y algo de vino, era también el centro del contrabando en la Castilla del momento. Una práctica que en modo alguno arrastraba las connotaciones negativas que tendrá mucho tiempo después, bien entrado ya el siglo XX.
Es bien conocido, de hecho, el auge del contrabando de productos portugueses desde finales del siglo XVIII, motivado por factores como los abusos cometidos por la Corona en el derecho de aduanas, la carencia de ocupación laboral, la accesibilidad geográfica, la necesidad de subsistencia, la posibilidad de obtener ganancias sustanciosas aun a riesgo de poner en peligro la seguridad personal, la falta de conciencia de servicio a la Corona siguiendo las normas reguladoras del comercio, y la fuerte demanda de géneros de contrabando entre los españoles del momento.
Es más, la consideración social del contrabandista distaba mucho de la actual: mientras que desde el poder se le tachaba de malhechor y se le ponía al mismo nivel que los bandidos, entre sus paisanos era más bien un ciudadano ejemplar protegido por la comunidad, pues su actividad era beneficiosa para la misma. Las relaciones comerciales y el contrabando entre España y Portugal siguieron siendo igual de intensas, o más, en el siglo XIX, animadas tanto por los numerosos mercados que había en localidades situadas en la franja fronteriza como, sobre todo, por la amplia oferta de manufacturas inglesas de gran calidad y buen precio.
Y en este contexto, Villalón se erigió en el centro castellano del contrabando con Portugal. Como escribía Juan Ortega Rubio en su monumental historia de los pueblos de la provincia de Valladolid, una parte importante de sus habitantes -que entonces superaban los 4.500- se dedicaba a traer tabaco, telas y otros géneros del país luso. Esta actividad se tornó especialmente intensa en el verano de 1844, hasta el extremo de ser denunciada a la superioridad. Por eso a principios de octubre, recién finalizada la época estival, se presentaron en Villalón algunos carabineros con la intención de detener a los contrabandistas. La reacción de estos, apoyados por sus vecinos, no se hizo esperar: los garantes del orden público tuvieron que huir ante el riesgo de ser linchados.
No quedaría aquí la cosa. En marzo del año siguiente, el capitán general de Valladolid, José Manso, se preparó en conciencia para castigar a los revoltosos, por lo que procedió a cercar la villa al mando de 3.000 hombres procedentes de los Regimientos de África y Bailén, más otros de la fuerza de ingenieros y algunos caballos. Manso declaró a la población en estado de sitio y ordenó que en el término de 24 horas se le entregaran todos los géneros de contrabando. Como no le hicieron caso, mandó a sus hombres registrar todas las casas. La requisa de mercancías fue espectacular. Días después, concretamente el 13 de mayo, festividad de la Ascensión, anunció lo que muchos se temían: todo lo requisado sería quemado en la plaza pública, presidida por el maravilloso rollo gótico.
Sabedor de lo que ello suponía, Manso ordenó también la aprehensión de todas las armas que estuviesen en poder de los vecinos. Las pérdidas, en total, se cifraban en más de 3.000 duros, toda una fortuna. La indignación de los villaloneses llegó a tales extremos, que el mismo alcalde, Pedro Nieto, salió a la plaza para impedir la acción de castigo. A sus constantes quejas ante la máxima autoridad militar esta le respondió de manera inesperada: propinándole una enorme y sonora bofetada que sorprendió al vecindario entero. «Un mes permaneció el Capitán general en Villalón y siete u ocho meses la tropa. Desde entonces casi terminó el contrabando, dedicándose a otras industrias sus vecinos», escribe Ortega Rubio.
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