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PPLL
Sábado, 14 de mayo 2011, 15:54
Un solo toro repartió la suerte de la tarde. En sus pitones llevaba la gloria y el dolor: en el derecho, la cornada a Leandro, apenas lo acababa de recibir de capa; en el izquierdo las embestidas profundas y de noble clase que, años después, le dieron a David Luguillano un triunfo más en su tierra.
En la lidia de ese tercero se concentró lo más intenso de la corrida, el único capítulo con verdadero interés de una apertura de feria que llevaba camino de irse por el perdedero de la memoria por la nula raza de un encierro de Mari Carmen Camacho desigual de trapío y volumen pero absolutamente parejo en su inane descastamiento. Salvo el tercero, claro, la excepción que confirmó la regla, el que planteó la eterna cara y cruz de este viejo espectáculo.
Ya desde que salió al ruedo, el salpicado de Camacho empezó a dar señales de su calidad, y Leandro las interpretó al instante para irse decidido a torearle muy despacio a la verónica. Cuatro, cinco lances notables del joven vallisoletano levantaron los primeros olés rotundos de la tarde. Hasta que al rematarlos Leandro se relajó, bajando la guardia ante un colaborador que, de repente, se convirtió en enemigo al arrollarle camino de las tablas y prenderle muy certeramente por el muslo izquierdo. Dos o tres segundos estuvo el torero colgado de ese pitón que, moviéndose entre la carne, marcó visiblemente las dos profundas trayectorias de la cornada que mandó a Leandro a la enfermería.
Pero como la suerte tiene dos caras, si al joven le mostró la más agria, al veterano Luguillano le enseñó, por fin e inesperadamente, la más sonriente. Porque, a pesar de haber hecho presa, el toro no cogió ningún resabio, sino que, muy al contrario, mantuvo y mejoró si cabe la gran calidad de sus embestidas. Cuando David, por mayor antigüedad de la terna, se hizo cargo de la situación, con Leandro ya en el "hule", el de Camacho seguía tomando las telas con dulce nobleza y con un ritmo pausado y perfecto para el toreo de arte.
Y Luguillano se acordó de quien fue y de quien es para dar rienda suelta a su sentimiento más hondo en una faena de creciente intensidad y entrega, que tuvo una extensa cima de cuatro series de naturales de sabor añejo, de paladeado regusto, de mano baja y de lento trazo. Se arrebató a veces el torero, se relajó otras, pero mantuvo siempre una tensión creativa que debió castigar un cuerpo ya poco habituado a enfundarse de seda y oro, pues David no había tenido la oportunidad de hacerlo desde la pasada feria de septiembre en esta misma plaza.
Otra gran serie de muletazos con la mano derecha, por el pitón de la hiel, terminó de redondear el gran momento de gloria de Luguillano que, tras cumplir con la espada, tomó del alguacilillo esas dos orejas que trasladó camino de la enfermería para homenajear a su compañero herido.
Antes y después de que el azar hiciera de las suyas, apenas hubo historia en una corrida que, en adelante, debería plantearse de otra manera. Tal vez haciendo que las ayudas municipales que se dan para este festejo en concreto se vean reflejadas --por ejemplo regalando entradas a centros sociales o ofreciéndolas a bajo precio-- en una mayor asistencia de público a los tendidos que esas mil personas que padecieron el descastamiento de la corrida de Camacho sobre un ruedo reseco y polvoriento.
El tercer toro de Luguillano, el que se sorteó como segundo del su lote, también fue noble, aunque más apagado de bríos, sin regalar las embestidas como el tercero. David le sacó algún muletazo estimable pero, a esas alturas, después de estoquear otros dos toros, al veterano pareció faltarle algo de fondo para incidir en el esfuerzo.
Pero para falta de fondo, los tres toros de Manolo Sánchez. O, lo que es lo mismo, un precioso segundo que duró un suspiro y otros dos altotes y bastos, cuarto y sexto en orden de lidia, que se comportaron tal cual eran sus hechuras, muy lejos de la bravura. Su matador, con técnica y paciencia, les buscó las vueltas para encontrar los resquicios por donde asomara una pizca de lucimiento, sin hallar más que respuestas insípidas e ingratas: cabezazos, medias arrancadas e incluso renuncias a la pelea, como la de ese último toro que acabó echándose en la arena para esperar a las mulillas. Ni pena ni gloria para el tercero en discordia.
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