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APUNTES_OPINION

Las guerras del opio

AGUSTÍN REMESAL

Domingo, 9 de enero 2011, 02:23

Si se cumplieran los pronósticos difundidos con gran aparato de propaganda y artificio chismoso por los canales de televisión dedicados a azuzar al personal, quizás hoy mismo podríamos asistir a otra 'noche de los cuchillos largos'. Dicen que vivimos los españoles en pleno estado de alarma, decretado por el Gobierno, y los fumadores de tabaco son víctimas de una delación general que colma los registros de entrada en los juzgados; o sea, Munich de madrugada aquel verano antisemita de 1934. En esas tertulias nocturnas televisivas, el esfuerzo por alcanzar el éxtasis de la bronca anula cualquier esfuerzo intelectual y su ingrediente imprescindible es la espumilla triunfalista que hace cuatro siglos llevaron a proclamar al escritor y aventurero francés Pierre de Brantôme el siguiente axioma: no hay nación más fanfarrona que la española.

Con esa misma estrategia de la chulería bravucona pretenden ahora rearmarse los agrestes fumadores de tabaco, reclamando una ley semejante para combatir el consumo de la otra droga legalizada: el alcohol. En su desvarío, algunos bravucones de la pluma populista comparan el riesgo que su cuerpo florido corre si fuma o si se le enfrenta en la carretera un conductor borracho. Ya es mala fe y ganas de no enterarse: lo que la ley contra el consumo del tabaco previene, prohíbe y condena, igual que el código de la circulación, es el perjuicio que para otro ciudadano puede causar el consumo de una droga. En su irritada conclusión final sí llevan razón los fumadores cerriles: que dejen a cada cual matarse como quiera, proclaman desde la desesperación en su descampado gélido y humeante. Aceptado, con tal de que lo hagan solos y sin ruido.

Si no fuera por la simplonería de esa falacia, que ciertamente no demuestra intención alguna de suicidio, ese desesperado grito de los fumadores ávidos de nicotina pondría en discusión uno de los más controvertidos asuntos éticos, el de la vida humana y las exigencias morales para ponerle fin. Mucha altura filosófica es esa para tan desesperado retruécano. Recuerdo aún su cara de ingenuidad aparente cuando el doctor Walo Benjamín, del Hospital NYU de Nueva York, se admiraba de que nadie quería morirse en presencia de su médico: era su respuesta irónica a mi consulta sobre el riesgo de la operación que habría de practicarme para que no terminara yo mis días, quizás, en una silla de ruedas. Aquel judío iraní, buen catador de vinos y magnífico neurocirujano, reclamaba a sus pacientes la mejor disposición de ánimo antes de entrar en su quirófano. Lástima que los fumadores no practiquen con igual honestidad ese ejercicio irónico frente a la muerte.

Puestos a dar ideas para poner en práctica el veto al consumo de tabaco, en vista de la escasa imaginación mostrada por los más acreditados charlatanes televisivos, parece útil consultar la antología de procedimientos empleados antes para condenar el consumo de drogas; por ejemplo, el opio. En su ejemplar tarea imperial, los ingleses convirtieron a China hace un siglo y medio en una piltrafa social, aniquilando la voluntad de sus clases dirigentes entregadas al vicio de ese narcótico y, de paso, pagando con opio las porcelanas chinas del Museo Británico y el te de las cinco durante más de un siglo. El contrabando de opio desde la India a China perduró gracias a dos guerras y a una revolución, hasta que llegaron los comunistas. El joven camarada Mao informó que en su distrito de Hunan los jornaleros habían detenido a los shenshi (propietarios de tierras) que se negaban a entregar sus pipas de opio y «los han hecho desfilar desnudos por las aldeas»; fue un primer síntoma del triunfo de la revolución que prohibió estrictamente los juegos de fichas y naipes, los juegos de azar y el opio. En su asalto al poder, tras las guerras contra Japón y los nacionalistas, los comunistas vaciaron los fumaderos de opio en Shanghai a golpe de bayoneta.

Que nadie tome como buen manual contra el tabaco ese plan maoísta para aniquilar a los fumadores de opio, señores de horca y cuchillo en aquella China miserable. Mudaron lo tiempos, se acallaron las revoluciones, inventaron allí el capitalismo comunista y vino la víspera de Reyes a Madrid el vice-primer ministro chino Li Keqiang, fumador empedernido y probable salvador de la deuda española. Se han vuelto las tornas: en lugar de porcelanas por opio, China invade ahora los mercados europeos con sus manufacturas y compra bonos deudores a los países renqueantes.

Alzan mucho la voz estos días, en favor del derecho de los fumadores, algunos propietarios de restaurantes, bares y chiringuitos que, según dicen, sufren una merma de ventas por culpa de la nueva ley. Y por las bravas, como los arcabuceros de los tercios de Flandes que conoció el señor de Brantôme, invirtiendo los términos de la ley, pretenden echar a la calle a quienes no acepten respirar el humo del tabaco ajeno. O hay trampa en la réplica o los ciudadanos no fumadores (siete de cada diez) se han convertido en borreguitos silenciosos y avergonzados, por temor a que los tertulianos televisivos los motejen de soplones. ¿Cuál debe ser la respuesta cívica y respetuosa? En vista de la impertinencia y la jactancia que algunos tabaquistas sacan a relucir estos días a pie de barra, contenida un el famoso tratado inglés titulado 'Pruebas oculares e históricas del heroísmo español y de su superior bravura', no queda más recurso que el estrambote cervantino, ya saben: «Caló el chapeo, requirió la espada…» De momento.

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