Scott Fitzgerald

Romántico es alguien que siente ha nacido mucho tiempo después de el que le hubiera correspondido. Sin embargo, el romántico está paradójicamente dotado de una sensibilidad especial para capturar la temperatura de la época en que le ha tocado vivir. Scott Fitzgerald personificó quizá como ningún otro escritor del siglo XX esta dualidad desgarradora, agravada en su caso por una fantasía natural, una tendencia congénita a la ensoñación que no hizo sino ir abriendo más y más la llaga que, abrupta, le abrió la tramposa realidad. Porque la realidad puede ser más tramposa que el más ilusorio de los sueños. Fitzgerald se convirtió de un día para otro -o más bien habría que decir de una noche para otra- en el portavoz de una generación tan heroica como frívola, que más tarde, cuando el gran crac apagó sin previo avisó las luces de la fiesta y hubo que largarse sin tiempo siquiera de recoger los restos del naufragio, le negó no ya la voz, sino que lo señaló como el principal culpable de que las luces se hubieran apagado. Justo cuando había comenzado a encauzar su descomunal talento, justo cuando estaba dispuesto a acometer la tarea para la que se creía destinado y escribir la Gran Novela Americana, esa superstición que ha malogrado a tantos. Aunque quizá ya la hubiera escrito, solo que la GNA apenas rebasaba el centenar de páginas. 'El gran Gatsby' es una novela corta inagotable, una construcción geométricamente arrebatada que fue el canto de cisne anticipado, intuitivo, de la debacle que a punto estaba de ocurrir. Aunque reducir a Fitzgerald a 'El gran Gatsby' es traicionarlo. Toda su obra, con alguno de los relatos más perfectos de la literatura americana del pasado siglo, es la constatación de que su más citada autocrítica -«Hablo desde la autoridad que me otorga el fracaso»- debemos entenderla solo en relación con el éxito social, esa bruja que hoy como cuando SF dijera adiós, hace 70 años, sigue abriendo llagas.