El matrimonio formado por Yana (izq.) y Ryslan, con sus hijos Vera y Zajar. Óscar Costa
Segovia

La huida de Ucrania de un taxista, una maestra y su hija con parálisis cerebral

Ryslan y Yana Syrik esperaron «hasta el último» momento para dejar su país entre refugios antiaéreos y trenes masificados. Su nueva vida ahora está en Segovia

Domingo, 25 de febrero 2024, 15:02

Ryslan Syrik presume a sus 63 años de su carrera como boxeador amateur, quizás por eso lleva lo de pelear en la sangre. Con ese ... espíritu enamoró a su esposa, Yana, veinte años más joven que él, con la excusa de que si algún día quería visitar Kiev, él sería un guía perfecto. Cuando fue a recogerla, dejó un ramo de flores en el asiento de copiloto de su taxi y le pidió que se sentara a su lado. Cuando su mujer aceptó casarse con él, no imaginaba que el día después de que Rusia lanzara las primeras bombas sobre la capital ucraniana tendría que rogar a su marido que volviera a casa, que no circulara por aquellas calles sin saber qué caería del cielo.

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Lo narran con alivio casi dos años después del inicio de la guerra, en la calma de una sala acogedora de Cruz Roja en Segovia. Sin sirenas antiaéreas. Sin miedo. La pareja empezó 2022 con la cotidianidad por castigo: un taxista y una pedagoga que nunca contemplaron dejar su país, ni siquiera de vacaciones. «Nos hemos visto obligados a hacerlo para proteger nuestra vida y la de nuestros hijos», afirman. La respuesta viene de una traductora telefónica de Ofilengua; cuesta dar con un ucraniano y Yana habla ruso, pero no le hace gracia usarlo.

Esta familia con dos hijos nació por un viaje de Ryslan a Vínnytsia, a unos 250 kilómetros de Kiev, como parte de una comunidad religiosa. «La primera chispa», resume sonriente Yana, que vivía allí. Él le dejó su contacto y ella fue como público a un programa televisivo.

El taxista recogió el guante y recorrió la ciudad a todo gas, como si él tuviera que pagar la carrera. «No estaba a gusto con hombres de mi edad, solo les interesaba ir a las discotecas, él era mi seguridad, me sentía protegida, como con un muro de piedra», cuenta la mujer. Y habla del atractivo físico, aunque la guerra les haya envejecido. «Estamos un poco comidos, desgastados, pero la diferencia de edad no cantaba a la vista. Éramos una pareja normal».

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«Cuando vimos el primer tren, la gente lo atacó para poder montarse. ¿Dónde vamos nosotros con una cría con discapacidad?»

Yana

Refugiada ucraniana en Segovia

Cuando cayeron las primeras bombas, Yana se despertó por el ruido, pero se acordó de unos talleres mecánicos del barrio. «Pensaba que eran residuos de gasolina, algo así». Cuando aquello que convirtió en algo constante, empezó a cotillear grupos de Whatsapp. Amigos de la periferia de Kiev desvelaban sus escenas. «Una de mis amigas estaba viendo un tanque ruso por la ventana; otra decía que había caído un misil en la casa de al lado. Ninguno lo esperábamos, eso daba mucho pánico», apunta Yana. Gente corriendo por la calle con maletas, supermercados vaciados en cuestión de segundos. Y su marido, trabajando. «No te preocupes, que hay tiempo, trabajo un poco más y ya regreso a casa», le dijo.

Abandonar el país con Vera, una niña con parálisis cerebral no era sencillo. «Cualquier refugio que había en Kiev suponía bajar por las escaleras». Los niños necesitaban pasear, pero no podía sacarlos a la calle. «Hasta el último momento no teníamos intención de salir de Ucrania. Nos alejábamos del punto donde había bombardeos a la espera de que todo terminara», relata la pareja. Pero no les quedó más remedio y fueron a la estación de tren, un trayecto normal de media hora que les llevó casi dos horas porque había que sortear un sinfín de controles, de puentes varados.

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«Una de mis amigas estaba viendo un tanque ruso por la ventana; otra decía que había caído un misil en la casa de al lado»

Yana

Refugiada ucraniana en Segovia

«Nos encontramos con muchísima gente que iba corriendo sin sentido», recuerdan. Cuando llegaron, sonó la sirena antiaérea, así que tuvieron que bajar al refugio con sus hijos, sin importar los peldaños. «No sé cuánto pasamos allí, el tiempo se paralizó para nosotros en aquel momento. Todos estábamos en estado de pánico, gritando asustados».

Superado el susto, volvieron a la estación sin saber qué hacer. Los trenes de cercanías ya hacían trayectos de larga distancia para sacar a la gente de la capital. «Cuando vimos el primer tren, la gente lo atacó para poder montarse. ¿Dónde vamos nosotros con una cría con discapacidad?», rememoran aquella zozobra.

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Así dejaron pasar unos cuantos convoyes, buscando soluciones, pero no hubo más remedio que subirse a lo desconocido. «El tren estaba a tope. Las personas, de pie. Muchos sentados en el suelo, no había posibilidad de ir al baño ni de salir a estirar las piernas cuando había una parada».

«El objetivo es el bienestar de mi familia, yo estoy en un segundo plano»

Ryslan

Refugiado ucraniano en Segovia

Cuando aquel tren hizo parada en Vínnytsia, llegó un grupo de voluntarios con agua, bocadillos o pañales. No fue un trayecto rápido, pues en las vías había preferencia para los servicios militares procedentes de Polonia y ellos se cruzaron con trenes que llevaban tanques y armamento. Así llegaron a la frontera, con lo justo. Como salieron «deprisa y corriendo», les faltaba documentación. Ryslan llevaba el pasaporte antiguo; ella, su documento de identidad; para los hijos, la partida de nacimiento. Durmieron un par de días en casa de una familia de voluntarios polacos y analizaron el panorama: las dificultades para encontrar trabajo y asentarse allí.

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Mientras probaban suerte por Polonia, Yana vio la luz gracias a unos voluntarios españoles que cubrieron las necesidades de su hija, la prioridad innegociable. Al día siguiente, recibió respuesta: «Mañana vas al aeropuerto de Varsovia. Ya tienes el vuelo reservado para Madrid». Así empezó su nueva vida. No tardaron en echar raíces en El Espinar y en progresar como alumnos en el programa de asilo internacional.

La familia que nunca pensó emigrar está encantada. Ella entiende casi al cien por cien el castellano y habla lo que puede; él se disculpa por el idioma y culpa, ahora sí, a la edad. «El objetivo es el bienestar de mi familia, yo estoy en un segundo plano», subraya el boxeador sin guantes, satisfecho de la integración de sus hijos, de los partidos de fútbol de Zajar y la tranquilidad de Vera, que disfruta de unos tratamientos que no conoció en Ucrania. Sin bombas.

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