Vladímir Putin en su laberinto
«El nuevo enfrentamiento bélico en territorio europeo, ahora lleno de incógnitas, ya no es una batalla interminable contra Ucrania mártir, sino otra guerra larvada entre Occidente y Rusia»
Ya no quedan minotauros en activo, como no sean los que forjan los poetas, aunque después de la catástrofe del laberinto engendrado en la leyenda ... griega solo quedan imitadores de aquellas hazañas que elevaron ese mito hasta la más alta representación de la maldad humana, exhibida en los fascinantes escenarios de los poderosos. A esa clase de mobiliario con carisma pertenece la mesa ovalada y gigante de Vladímir Putin, un ingenio excesivo y 'kitsch' de maderas nobles desplegado ante su amo para marcar el campo de batalla en el Kremlin, donde solo se escuchan el cañonazo de palabras y el silencio sepulcral del líder máximo acorralado. Él esconde en su laberinto las horas bajas de una posible y sorprendente derrota en Ucrania.
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Tales astucias y protocolos muestran ahora el abismo insondable que separa al líder de Rusia de sus consejeros e invitados, incluso los más benévolos, como el presidente francés Emmanuel Macron, alma cándida que sigue manteniendo frente al líder de otra guerra sangrienta la bandera azul de la misericordia. A pesar de tanta condescendencia, todos los diplomáticos atisban que el alarmante aislamiento de Putin, acrecentado con la rebelión en la sombra de algunos oligarcas de palacio, nace de sus delirios más que de la perspicacia política. Ninguno de los líderes occidentales que se sentaron en el extremo ignominioso de esa mesa enormísima fue capaz de leer la mente del presidente ruso cuando él concentraba hace doscientos días 130.000 soldados en las fronteras de Ucrania, dispuestos a una invasión que se llevó el viento.
Tampoco tiene palabras ahora para explicar la derrota de sus tropas en retirada frente al ejército ucranio. ¿Mantiene todavía el invasor astuto su ambición de relanzar la mayor guerra en Europa desde la caída del Muro de Berlín y reconstruir el imperio de la Unión Soviética? ¿Ha sonado la hora de la negociación? A la vista de los hechos y de su displicencia altiva frente a quienes permitieron el derrumbamiento festivo del muro berlinés, el insondable Vladímir Putin sigue llevando con solemnidad el gran farol del reto belicista cuando desfila por las galerías palaciegas marcando el paso en solitario con el vanidoso bamboleo de su brazo izquierdo.
La era Putin comenzó hace dos décadas tras un pasado lacrimógeno que nadie pudo acallar y que él heredó con la camisa y la fidelidad de su madre política, la KGB, y los fervientes camaradas forjados en el fragor de las postreras batallas contra el enemigo americano. Vladímir Putin heredó el cargo del presidente Boris Yeltsin, político aventurero entusiasta de caminos imprevisibles y poco adecuados para salvar a la calamitosa Madre Rusia. Cuentan los testigos de ese canjeo de mandos que la primera orden del impenetrable Vladímir Putin fue la de cambiar los bolígrafo del escritorio por los controles remotos de televisión y las redes de Internet. El nuevo presidente aplica hoy su rigurosa estrategia propagandística con las mismas reglas de una partida de póquer: nada es verdad en Rusia porque allí todo es posible.
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La mentira fue siempre buena arma de guerra, y Putin la ha empleado en la beligerancia caliente y en la fría que él aprendió ejerciendo de espía durante dieciséis años, los más negros de la URSS, en la mejor escuela del asesinato y el secreto. En su laberinto presidencial, el nuevo minotauro del Kremlin, solitario y silencioso, perfeccionó el más alto grado de la eficacia propagandística de mensajes e imágenes en sus reportajes triunfales y falsos de la fulminante conquista de Ucrania, hija perdida del imperio soviético poblada ahora de nazis y traidores según Putin: Rusia sería atacada por un enemigo misterioso si no hubiera ordenado él un ataque preventivo, la enigmática 'operación especial' ahora empantanada con el armamento diezmado, sus tropas huyendo de las trincheras y 30.000 soldados muertos en combate.
Mientras los ucranianos se han aclimatado al riesgo y su presidente, Zelensky, se ha transformado en un señor de la guerra, el comandante Putin sugiere que «aún no hemos comenzado nada en serio»; mas esa triste ironía del minotauro no consigue apagar el fuego en los cuarteles y se esperan las órdenes del cercano 'general invierno'.
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El nuevo enfrentamiento bélico en territorio europeo, ahora lleno de incógnitas, ya no es una batalla interminable contra Ucrania mártir, sino otra guerra larvada entre Occidente y Rusia que puede conducir al enfrentamiento directo tras una escalada sin control. A principios del pasado siglo ningún líder europeo estaba loco, ni se previó la guerra mundial en la que murieron más de veinte millones de personas. La mayor parte de los dirigentes políticos, desde París a Moscú, permitieron entonces dar pasos medrosos para que estallara la Gran Guerra. Ningún jefe político del Viejo Continente de los que firmaron el Tratado de Versalles presintió dos décadas más tarde que Europa iba a ser escenario de otra conflagración monstruosa; pero la máquina infernal se puso en marcha otra vez y mató a sesenta millones de personas.
El personaje de este relato se llama Vladímir Putin, minotauro sigiloso y temible en el laberinto del Kremlin. En su cuento 'La casa de Asterión', Borges da un giro a la leyenda griega y presenta así el alegato de ese monstruo humano: «Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones son irrisorias». El imaginario es lo único que permite al hombre hacer su temor más tolerable, aunque nada es creíble de lo que dicen quienes se encierran en el laberinto, porque la mentira es el primer mandamiento del gran dictador que habita en la sombra.
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