Jesús Ferrero

Villalar, de ayer a hoy

La guerra de las Comunidades ha sido cortejada por tantos pretendientes, desde puntos tan opuestos, que luce hipertrofiada

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 21 de abril 2021, 06:37

Podríamos suponer que solo diez individuos nos separan de la verdad. Con ellos bastaría para conectar con aquella jornada abrileña de 1521 en que la ... guerra de las Comunidades y sus cabecillas hallaron su cabo y su cadalso. Solo diez personas que transmitirían cada cincuenta años el testimonio de la primera. Pudiera iniciar esta cadena un testigo presencial que contaría lo sucedido a su nieto, o a un joven vecino, atento al encargo de hacer lo mismo pasados otros cincuenta años. Y le hablaría de aquellos meses de revueltas, linchamientos, proclamas, decomisos, quemas, deserciones, fugas y escaramuzas hasta el barrizal de la campa en Villalar. Así de sencillo; como jugar al boca oído en el colegio. No son muchas diez personas y no parece imposible, aunque lo sea, que en nuestra tierra hayan podido conocerse de forma encadenada y mantener charlas de provecho hasta conectarnos con aquel pasado. En cualquier caso, de producirse el milagro, asomaría la interferencia si dos de ellas coincidiesen contando su versión a una tercera. El desacuerdo entre ambas sería semejante al que nos acompaña para explicar la Transición, por ejemplo, o lo que quiera que nos esté ocurriendo hoy mismo.

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Los enigmas aún rondan en torno a la guerra de la Comunidades que decidimos enarbolar como seña de identidad. Porque, a pesar de todo, la asimilación consensuada se resiste tras cinco centurias en las que nuestra tierra pasó de la sumisión olvidadiza –indispensable para convertirse en cuna orgullosa de los mismos Austrias contra los que se alzó– hasta la glorificación que en el siglo XIX (espoleada por la guerra de la Independencia, por los vientos románticos del nacionalismo y por una desafección a la Corona, fruto de la deslealtad de Fernando VII) rescató a aquellos hidalgos comuneros y a cuantos se alzaron junto a ellos contra el hijo de la reina Juana.

Desde entonces, la guerra de las Comunidades se ha visto cortejada, a fin de casar con ella, por el nacionalismo castellanista, por el republicanismo, por el marchamo liberal y regeneracionista, por los esforzados movimientos antifranquistas y, finalmente, por un encaje institucional necesitado de símbolos identitarios de amplio agrado. Y han tirado tanto de ella desde puntos tan opuestos que parece dada de sí, como las prendas de punto, hasta lucir hipertrofiada. Porque, a pesar de su contundente importancia para profundizar en no pocos aspectos de nuestra realidad regional y nacional, la remembranza que ha indagado entre aquellos pesares para convertirlos en hitos históricos de modernidad, de conciencia burguesa, de vanguardia y vivero de participación ciudadana acaso pretenda convertir la mitología decimonónica, sobre la que escribió Enrique Berzal con tanto acierto, en realidad. Sin duda, al rey Carlos también hubo de dolerle la cabeza por la revuelta en Gante y, por supuesto, por la simultánea rebelión de las Germanías en Valencia y Mallorca, con vínculo, incluso, tan semántico; el mismo que trenza sus raíces con el estallido de las guerras Hirmandiñas gallegas, años antes, nacidas también en hermandades semejantes a las comunidades castellanas; todas en comunión con un pueblo campesino harto de abusos de señorío y de realengo, que igual daban.

Como sugirió el historiador Julio Valdeón, de quien siempre seré discípulo agradecido, acaso fuera lógico no ver al movimiento comunero como la primera revolución moderna, sino como la última revuelta medieval y la culminación de un largo proceso de resistencia popular. Dudas, a mi juicio hermosas, contra muchas de las certezas recién acicaladas que ni diez personas podrían traernos intactas desde aquel martes tormentoso que tanto nos atañe.

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