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Iván San Martín
Recuerdos de Valladolid: Vida y muerte de Gil García

Vida y muerte de Gil García

Vallisoletanías ·

Si Gil hubiera sabido que casi 800 años después de su muerte nadie en su ciudad echaría de menos el Alcázar ni el Convento, estaría triste

José F. Peláez

Valladolid

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Sábado, 30 de abril 2022, 00:03

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Esta semana se ha encontrado el cadáver de Gil García en las excavaciones que están realizando en el número 4 de la calle Ferrari. Si miran la foto que publica El Norte, se trata del primer cadáver que se ve, el que está enterrado directamente en el suelo con los brazos cruzados sobre el pecho, uno bastante pequeño. Porque Gil era bajito, como su padre. Dicen los investigadores que están con el tema que el cadáver pudo estar envuelto en un sudario porque en el propio enterramiento se ha encontrado un alfiler para ajustar la mortaja, pero en realidad era su hábito franciscano, un sayal marrón y humilde heredado de su padre, que era igual de bajito que él. El hábito se ha esfumado con el tiempo y ocho siglos después no queda ni el polvo. Gil fue un buen tipo. Se pasó la vida cociendo barro en el horno que heredó de su padre en su casa del barrio de Reoyo, una zona por entonces nueva a las afueras de Valladolid que corresponde con la actual la Plaza Mayor y que en tiempos de Gil era un lugar apartado del núcleo. Su casa, al principio de la calle Olleros –hoy Duque de la Victoria–. Y su corazón y sus sueños en Asís.

Nuestro vecino nació en su casa en 1236 y con diez años vio con sus propios ojos la llegada de los Franciscanos a la villa, algo que le impresionó sobremanera y que, de algún modo, le marcó. Sobre todo, uno de aquellos monjes, que venía de Asís y se llamaba Gil, como él. Supongo que de ahí nacería la conexión, no lo tengo claro. Ese fraile fue compañero del propio Francisco de Asís, el fundador de la orden y con su acento italiano le contaba anécdotas como cuando el santo peregrinó por estas tierras castellanas camino a Santiago. Quizá exagerara o tuviera algo de fábula, pero qué más da, a Gil –el nuestro– le encantaba creérselo. Aquellos monjes se asentaron en los terrenos que la reina Berenguela, la madre de Fernando III, les donó justo antes de morir en un paraje lleno de árboles junto a la ermita a la orilla del Pisuerga que llamaban Río de Olmos. Estaba lejos, bastante, pero solo para los demás. Gil estaba acostumbrado a correr y el barro de los caminos, que para otros suponía un problema, era su vida y su hábitat natural. Esa zona, para que lo entiendan ustedes, es hoy la confluencia de los barrios del Cuatro de Marzo y Arturo Eyries. Gil se pegaba grandes caminatas para ir a ver a sus amigos los franciscanos y el espíritu de aquellos monjes le atrapó. El carisma de la congregación era grande, el convento no paraba de crecer y llegaba gente de todas partes por lo que, si al aumento del número de frailes unimos el reumatismo que les entraba por el frío y la humedad, entendemos la alegría que sintieron cuando en 1254 consiguieron convencer a la reina Violante y a su marido, el rey Alfonso X, para que les donaran un terreno en lo que eran las afueras de la ciudad. Gil tenía 18 años y tuvo la inmensa suerte de que el terreno que les donaron a sus amigos franciscanos estuviera junto a la ermita de Santiago y al mercado de la villa. Es decir, exactamente al lado de su casa.

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Valladolid era minúsculo, pero no era nada fácil que su casa, su horno, el mercado donde vender los utensilios que fabricaba y el convento nuevo de sus amigos estuvieran a escasos metros. Y detrás del mercado, al otro lado de la Esgueva, el alcazarejo, que ya era apenas un almacén para albergar las tercias reales, ese diezmo que la Iglesia daba a los reyes de Castilla en una inversión de los términos típica de la época que Gil nunca entendió. O sea, que los conventos dan dinero a la Corona y la Corona da dinero a los conventos. Un poco raro y una pérdida de tiempo. Pero la guerra había que pagarla. Sobre todo, por la defensa, que es de lo que se trataba. Aunque, en realidad en esta ciudad nunca ha habido problemas con los musulmanes, tampoco en tiempos de Gil. El frente ya estaba en Jerez y en Alicante y los verdaderos problemas en Valladolid se dieron con León y por eso surgió el alcazarejo, donde vivieron tanto la reina Berenguela como su hijo el rey Fernando hasta que dejaron de hacerlo. Y ahí la decadencia. En tiempos de Gil ya solo mantenía en pie las cercas, los ocho cubos, las torres y los fosos donde jugó durante su infancia. Por fuera, el alcazarejo aún conservaba esa imagen original de fortaleza que tanto le impresionaba, pero, por dentro, solo ruinas. Y así lo recibió Alfonso X, que se casó en la Colegiata y Gil lo vio. Esos otros monjes, por cierto, estaban que trinaban por las prebendas de los reyes con los franciscanos, que no eran tontos y sabían que, si querían vivir y prosperar necesitaban estar cerca del poder, de la Corte y de los nobles.

Gil murió en 1265, de repente. Hace exactamente 757 años, el mismo año en el que el rey Alfonso X dio el fuero a su ciudad. No estaba ordenado, pero su amistad con los franciscanos y su admiración por Francisco le animó a ser miembro de la Venerable Orden Tercera. Y, por eso, pidió ser enterrado de esa manera, la más pobre y humilde, directamente en el suelo frío y mohoso de esta orilla de la Esgueva. A escasos metros del lugar en el que nació, en el atrio del nuevo Convento de San Francisco, en un pequeño corral antes de entrar a las dependencias, al claustro y a la iglesia que se estaba comenzando a construir y en la que él puso tanto trabajo, tanta ayuda y tanta devoción. Gil jamás llegó a sospechar la inmensa fama e importancia que el Convento tuvo en la vida de la ciudad. Nunca pudo imaginarse en lo que la pobre villa en la que nació sería un día en centro del mundo. Y mucho menos pensó que aquel humilde convento sería uno de los lugares más importantes de aquella Castilla que acababa de nacer como reino independiente pocos años atrás.

Si le llegan a contar que iba a estar durmiendo el sueño eterno debajo de una sala de videojuegos, nos habría llamado locos a todos. Si Gil hubiera sabido que casi 800 años después de su muerte nadie en su ciudad echaría de menos el Convento y que el alcazarejo se convertiría en Alcázar y luego en olvido, estaría triste. Pero allá donde esté, quizá hoy sonría al saber que su historia, y no solo su cadáver, ha salido en la prensa.

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