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Iván San Martín
Recuerdos de Valladolid: Venecia de los Comuneros

Venecia de los Comuneros

Vallisoletanías ·

«La campa es lo de menos. Y la dulzaina y el pendón y el chorizo. Lo importante es la oportunidad de reivindicar esta tierra maltratada a la que le han robado hasta su día, que para el resto del mundo es solo Sant Jordi»

José F. Peláez

Valladolid

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Sábado, 23 de abril 2022, 00:04

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En el año 2004 pasaron muchas cosas, la mayor parte de las cuales no recuerdo y el resto supongo que ya dan igual. Mis mejores amigos no estaban y mi novia de entonces me acababa de dejar. Aún me pregunto qué narices pasaría, pero de repente un día llegó el último abrazo, entre la niebla de enero. Nos despedimos como dos auténticos profesionales, eso sí. Sin dramas, sin lágrimas. Sin haberlo planeado. De una vez y para siempre. Sin duda la mejor ruptura de mi vida. La cosa es que me pasé el curso en semi soledad escuchando canciones de Battiato en un piso oscuro de la calle Isidro Polo, en San Nicolás, que es nuestra judería y un barrio maravilloso del que solo guardo buenos recuerdos.

Por entonces escribía poesía. Era bastante malo, pero supongo que aquellos intentos de belleza y esa obsesión por el ritmo cristalizaron finalmente en una prosa digna. Aún me sorprendo a mí mismo contando sílabas con los dedos y acentuando endecasílabos en la cuarta y la octava, como un auténtico tarado. Porque, al igual que un buen productor suele nacer de un mal músico, un buen prosista no suele ser más que un mal poeta. Ángel Antonio Herrera, que es a la vez buen poeta, buen prosista y buen amigo, dice que él es capaz de detectar poetas frustrados al descubrir metáforas asomando entre las ideas. Él los llama 'relampaguillos' y sé perfectamente a lo que se refiere. Son esos pequeños hallazgos dentro de un texto que te hacen pensar que, en algún momento, detrás de ese señor que escribe de la inflación, hubo una mirada lírica luchando por nacer. Los elegidos finalmente lo hacen. El resto nos quedamos en nasciturus, en un intento de vida que no acaba de formarse, como un sietemesino eterno.

Por entonces leía tanto a Neruda que en la entrada de la casa escribí: «Aquí vive un poeta. La tristeza no puede entrar por esta puerta», pero lo escribí tan triste y con un rotulador tan negro que parecía la pintura de un hombre de Altamira pasadito de clarete.

Decía que estaba solo. Mis amigos se fueron de Erasmus o algo parecido, no conozco el nombre de todas las becas que hay y cuyo objetivo es siempre el mismo, es decir, tocarse las narices en alguna ciudad medieval con cargo al estado. Pero da igual, lo importante es que estaban en Italia, uno en Téramo y otro en Siena. Y harto de explorar hasta el último centímetro de las plazas de la Trinidad, de Carranza o de los Ciegos y cansado de arrastrar mi desdicha por las calles Lecheras, Tahonas, Pozo o de la Sinagoga, aprendí algo de italiano y allí me planté tres veces ese año. Se ha escrito mucho de los Erasmus como modo de vertebrar Europa, pero la realidad es que los que la vertebran no son los Erasmus sino los amigos de los Erasmus, esas visitas salvajes de chavales desatados por conocer la cultura local.

Porque por cada Erasmus, hay decenas de amigos de Erasmus de visita, así que la beca es un catalizador de viajes comunales y lo que al final vertebra Europa, España y mi pueblo es lo mismo: la cultura, pero de la juerga.

Una de mis visitas fue a mediados de abril. Llegué a la Piazza Garibaldi hablando un italiano con acento de Battiato para sorpresa de mis amigos, uno de los cuales era conocido localmente como 'Il Mimo' porque no había aprendido una sola palabra en dos trimestres y hablaba por señas. Y allí nos reunimos cuatro pucelanos, celebramos la vida y nos fundimos toda la pasta conociendo a fondo los Abruzos, el Lacio y la Toscana. Cuando solo nos quedaban cincuenta euros y un depósito lleno de gasolina surgió el gran problema: «¿Qué hacemos?». Había muchas dudas, varias posibilidades y poco consenso. Decidimos como deciden los hombres de verdad, es decir, jugándonos el poder absoluto al póker.

El que ganara sería el líder, por derecho divino quizá, y el resto aceptaríamos sin rechistar. La noche fue larga, pero ganó Picón, como siempre, y decidió salir de Siena a Venecia, con la condición de no usar un solo euro para comer. Esperanza de ingesta calórica cero. Capacidad de crédito nula. A la altura de Bolonia casi perdemos la vida, y no solo por inanición, sino atropellados por un camionero de Córdoba, pero finalmente el 23 de abril, al alba y con tiempo duro de levante, entraba en Venecia un Opel Corsa verde con las ventanillas bajadas y 'El nuevo Mester de Juglaría' a todo lo que daba. Entramos por la 'Vía de la Libertad' como cuatro chiflados, como cuatro castellanos desatados a los que les hubieran robado la patria y la campa, desgañitándonos, gritando con las melenas al viento italiano eso de «quién sabe si las cigüeñas han de volver por San Blas, si las heladas de marzo los brotes se han de llevar, si las llamas comuneras otra vez crepitarán. Cuanto más vieja la yesca, más fácil se prenderá».

El Véneto nos miraba como a cuatro locos, como a los primeros macarras-folk, quizá a los únicos, pero nos daba igual, era 23 de abril y nosotros cuatro castellanos fuera de nuestra tierra. Esa fue la manera que encontramos de conectarnos con nuestra historia, con nuestra gente y con nuestras raíces. Esa fue la manera en la que supimos mostrar respeto a nuestra tierra desde la distancia. Esa fue la manera en la que se hacen las cosas cuando quieres a tu gente y a su pasado.

Porque eso fue lo que nos enseñaron. Somos españoles, españoles de Castilla, castellanos de Valladolid. Y en nuestras casas siempre había sonado ese disco cada 23 de abril. Los padres aprovechaban para contarnos lo que había pasado entonces, la importancia de Castilla en la historia universal, nuestra participación decisiva en la conformación de Occidente y en los derechos humanos.

La campa es lo de menos. Y la dulzaina y el pendón y el chorizo. Lo importante es la oportunidad de reivindicar esta tierra maltratada a la que le han robado hasta su día, que para el resto del mundo es solo Sant Jordi. Pero en mi casa sigue sonando el Mester, yo sigo recordando el día en el que fuimos comuneros en Venecia y, mientras viva, cada 23 de abril toda campa a la que la vida me lleve será un homenaje a mi tierra y a mi gente.

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