Miraban las noticias en la televisión, aquellas guerras, aquellas hambrunas, aquellos acontecimientos que siempre eran lejanos, y exclamaban ¡qué tierras!. «¡Qué tierras!» decían los ... viejos de mi pueblo, mi padre, mi abuelo, como si aquellas calamidades vinieran propiciadas por el clima o por alguna peculiaridad del terreno. Vietnam. Corea, lo más famoso fue Corea. «¡Esto es Corea!», decían ante cualquier alboroto incontrolado. Su memoria más remota, la que perdura en el lenguaje, era Troya. Nunca leyeron a Homero, pero sabían que un día ardió Troya. Cómo se enterarían.
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Siempre qué tierras, nunca qué personas. Ellos también tuvieron una historia movida: la guerra, el hambre, la muerte, hoy andan por aquí y mañana por allá. Les gusta cambiar de escenario. Por eso me sorprendo esta misma tarde, en un bar, cuando oigo decir a unos parroquianos: «¡qué gentes, siempre andan en conflictos!». Hablaban de Afganistán. Hemos cambiado qué tierras por qué gentes y en el cambio hay una condena, hacemos responsable a la población. No sé, yo creo que salimos perdiendo al buscar culpables; que los antiguos, al no señalar responsables, también se protegían de miradas incruentas.
Y pienso en un amigo que vive en el norte de Canadá y de cómo me contaba que veía en la televisión, hace poco más de un año, imágenes de polideportivos españoles llenos de muertos por la pandemia. El rostro de los que sufren, visto desde la lejanía, siempre se nos antoja diferente. Afganos, españoles, coreanos...¡ Qué gentes!, ¡qué tierras...!, podrían pensar los canadienses. Pero todo, las gentes y las tierras, son una misma tierra, una misma gente. Y un mismo sufrimiento. Aunque no lo creamos o disimulemos.
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