El huevo es a la alimentación como el ser humano al planeta, poca cosa, pero indispensable. Hablar del huevo da risa, y nosotros también damos ... risa unas veces, y otras ganas de llorar. El huevo y la vida son una tragicomedia en la que no sabes si hundirte en la miseria o irte a Bilbao, como decía aquel. El huevo es el Alfredo Landa de la nevera: corriente, pero de fiar. Hasta ahora. Porque parecía que no le iba a tocar, pero sí. Como en aquel vaticinio de desdicha, vinieron a por el papel higiénico, pero yo tenía en la despensa; vinieron a por el aceite de oliva, y me apañé con girasol; luego a por la ternera, y me pasé al pollo; vinieron a por el café y el chocolate y, bueno, tomaba demasiado. Ahora vienen a por el huevo y mordemos el polvo, porque es la proteína de resistencia, y encima con fecha de caducidad, también como nosotros.
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Desde la pandemia, la forma más rápida de tomar el pulso a la actualidad, como dicen los repipis, es bajar al supermercado. Los políticos entran y salen de los juzgados y los ciudadanos se ponen las gafas de cerca para comprobar a cuánto cotiza el cartón de huevos. En eso la población común demuestra un fino olfato financiero que comparten con los que manejan de verdad el cotarro, o sea los que nos venden los huevos y todo lo demás: les importa una higa la trifulca política, mientras sigamos llenando la cesta.
El precio del huevo es un Dow Jones de barrio. Eran dos, luego tres, casi cuatro y dicen que llegarán a seis o siete euros por docena. Lo comentamos con rabia y a la vez sorprendidos de que seamos capaces de contener el pulso que nos echa la vida: todavía hoy podemos con ella, mañana ya se verá. Nuestra contribución a la cuenta de resultados de la macroeconomía es pequeña, pero constante, porque se gana más vendiendo millones de huevos que cien jamones de bellota.
Al final, como casi la mitad de los votos se va más o menos a la izquierda y la otra mitad más o menos a la derecha, los que deciden son meros compradores de huevos, o los que están más hasta los mismos. Mamdani puede que ganara la alcaldía de Nueva York porque todo tiene su tiempo, y cuando avanza el populismo por un lado se hunde por el otro, y así es la democracia, mientras la tengamos. Pero también le votaron porque muchos no pueden con el pulso de la vida, con el piso, con el médico, con la luz y con los eggs. E incluso prometió supermercados públicos, que hoy suena a comunista, pero si siguen apretando la cartera igual empieza a sonar a música celestial.
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Más poder que del consejo de ministros emanaría de una mesa pequeñita que reuniera al jefe de los supermercados, que ya sabemos quién es hoy en España, y al jefe de la energía, que lo mismo. Casi entre ellos dos ganas o pierdes un país, que es más grave que ganar o perder unas elecciones, bastante más. Y además la gente no les tiene tanta manía como a los políticos, porque si sube el huevo parece que obedece a una plaga bíblica. Como ya vamos teniendo callo, sabemos que los dioses del supermercado aprietan, pero no ahogan, y que de pronto un día baja el aceite, baja la avellana y bajará el huevo, no tanto como antes del asedio, pero algo. Y casi en el mismo momento, vendrá una nueva temporada de esta serie de supervivencia, y subirá otra cosa, para no aburrirnos.
El otro día se cuantificó lo que ya sabíamos los que hacemos la compra: que comer sano es mucho más caro. Menos mal, porque hasta ahora la culpa de comer peor era nuestra, por no cocinar con puchero como nuestras abuelas y por ventilar las cenas con porquerías procesadas, en vez de preparar besugo a la cazuela. La única verdad es el hambre y, si falta dinero, la gente comerá mortadela o casi cualquier cosa recalentada. Ese es el mundo que han previsto para nosotros: sin cocina y con un microondas en el cuarto de estar. Y quién suelta hoy el móvil para pelar una naranja.
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