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«Hoy es el día en que debemos entrar en portales ciudadanos inseguros o gestionar formularios defectuosos, como el de la 'Zona de Bajas Emisiones', sin posibilidad de enmienda o discusión»

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 16 de julio 2025, 06:45

Julián Marías escribió que la española ha sido la única lengua capaz de incorporar al término «ilusión» un sentido positivo del que, al parecer, carece ... en el resto de idiomas herederos del latín y del vocablo germinal de la palabra, aquel 'ludere' tan apropiado para señalar la juguetona acción de la engañifa y el escarnio.

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Los ilusos fueron siempre víctimas —a menudo, de sus propias apreciaciones; otras tantas, de algún embaucador—. La ilusión, como entendió Segismundo en un momento lúcido y desesperado de su dramática historia, sería el término apropiado para definir la vida que a veces se nos antoja soñada, semejante a un frenesí, a una sombra, a una ficción.

Pero según Marías, la culpa de que en nuestro idioma la ilusión haya llegado a indicar certeramente entre sus usos la dicha digna de ser atesorada, alimentada y perseguida —incluso la de apelar a una luminaria pentecostal capaz de impulsarnos hacia el triunfo— es de los románticos y de sus desmedidos bandazos anímicos, de sus exageradas valoraciones singulares, del subjetivo arrobamiento que los dominaba en toda circunstancia. Es decir, que gracias a plumas vigorosas, como la de Espronceda o la de Zorrilla, tiene la ilusión en nuestros días ese efecto positivo, arraigado a la lengua española desde entonces, con el que puede abrigarse cualquier expectativa pasada o futura, sin considerar a quien lo haga presa de una confusa quimera, como la que atribuló al pobre Segismundo.

Ahora, la ilusión vende tanta lotería de navidad, entre chanclas y bañadores, como hará en otoño, entre botas y bufandas. Y bien pudiera entenderse que lo hace gracias a la ponzoña de ese encantamiento de la fortuna que nos entontece. Aunque también es ilusión lo que lleva en volandas hacia el éxito a un emprendedor con una idea, o hasta el umbral de la felicidad al enamorado con una declaración contenida en la garganta y un puñado de mariposas revoloteando en las entrañas. La ilusión proyecta nuestra voluntad hacia ese futuro inhóspito y desconocido con energía y precisión balística; le hace ojitos semánticos a la fe, a la esperanza, al propósito, a la determinación. Una ilusión bien armada mueve montañas, formula conjuros poderosos, ordena al genio que todos llevamos dentro.

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Sin embargo, esa ilusión creada por los románticos españoles, no es sino la cara de un envés amargo y, en ocasiones, mortífero. Allá donde llegue la ilusión, puede hacerlo también su antagonista, la fatal desilusión que acabaría con el joven Werther, aunque jamás hiciera uso del término en español con las innovadoras aplicaciones urdidas por José de Espronceda. Esa misma desilusión que persiguió la sagacidad satírica de Larra, tan desencantado con su querida patria cuando había de comparar la seriedad europea con los capitales pecados españoles. Acaso imaginó alguna vez, mientras escribía una nueva entrega para 'El pobrecito hablador', que aquella España holgazana, capaz de convertir una tarea administrativa de quince días en una farragoso calvario de quince meses, se desharía algún día de tanta dejadez.

Dos siglos después de su decepción por aquel país inoperante, lento y perezoso, las administraciones han sustituido mostradores, colas y ventanillas por un bosque digital de páginas, formularios, pestañas y protocolos mal programados y peor dispuestos, que se actualizan arbitrariamente con parches, cuando no rayan la obsolescencia. Hoy es el día en que debemos entrar en portales ciudadanos inseguros o gestionar formularios defectuosos, como el de la 'Zona de Bajas Emisiones' de Valladolid, sin posibilidad de enmienda o discusión. La ilusión española ha regresado a la casilla de salida para jugar hasta el escarnio con nosotros.

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