Escribo estas líneas después de comerme una pizza hawaiana con un tinto de verano. He disfrutado mucho de los trocitos de piña colocados sobre el ... jamón, tan fragantes, y llevo años mezclando con avidez vino y gaseosa. A treinta grados es un refresco imbatible. ¡Y no crean que empleo cualquier brebaje! Cuanto mejor es el vino, mejor sabe con gaseosa. Lo mismo sucede con el calimocho. Esta es una conclusión lógica e inapelable, aunque suene revolucionaria.
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Alguien tenía que decirlo y estoy dispuesto a inmolarme en el altar de la verdad, como una María Pombo de la gastronomía. El gran error de los bodegueros y de los sumilleres ha sido hacernos creer que uno necesita dos ingenierías y tres másteres para disfrutar de una copa de vino, cuya aterradora gama de retrogustos solo está al alcance de una escogidísima casta sacerdotal. ¡Con razón los cerveceros les han comido la tostada y el mundo se ha llenado de pronto de jóvenes bebedores de Lambrusco!
Debemos huir de los puristas. Los profetas de la paella verdadera me resultan especialmente irritantes y, en cuanto me topo con uno, siento unas ganas irreprimibles de echarle cualquier cosa al arroz. Sospecho, no obstante, que en todas las comunidades autónomas abundan los ultraortodoxos gastronómicos. Mi padre, sin ir más lejos, consideraba herejes a los que le ponían chorizo a las alubias pochas, que, en todo caso y como graciosa concesión, podían llevar un poquito de codorniz. Hay libros de recetas que parecen el Levítico y cocineros que se creen rabinos; solo les falta dejarse las coletillas con tirabuzones. Allá ellos. Yo con los diez mandamientos y mi pizza hawaiana tengo de sobra.
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