A los futbolistas siempre hay que hacerles caso. Es gente muy preparada, que viaja por el mundo, famosa por la amplitud de sus conocimientos. Lo ... mismo te revelan que no hay enemigo pequeño que te descubren con asombrosa exactitud que los partidos duran noventa minutos. Algunos incluso llevan gafas. Mis favoritas, hasta la fecha, eran las que un día se puso Cristiano Ronaldo para firmar un contrato con el Real Madrid. Eran de pega, pero le daban un aire de intelectual muy convincente. Parecía como si de pronto se hubiera leído toda la colección de clásicos de la editorial Cátedra, anotaciones y estudios preliminares incluidos. A uno le habría gustado que, nada más ponerse esas gafotas, Cristiano se hubiera lanzado a explicar los fundamentos de la mecánica cuántica, pero al final solo dijo que estaba muy contento.
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Una vez pasado el difícil momento de la infancia, las gafas adquieren mucho prestigio. Quienes hemos tenido vista de águila, sin embargo, vivimos con amargura el momento en que los brazos ya no son lo suficientemente largos para leer el periódico y hay que acudir, con la vergüenza de los derrotados, a la farmacia o a los chinos. Las gafas amarillas son otra cosa y poseen fabulosas virtudes profilácticas, según nos acaba de explicar Marcos Llorente, un futbolista tan polivalente que puede jugar de lateral derecho, de mediocentro y de óptico-optometrista. Un chollo para cualquier entrenador. Yo no sé si me acostumbraría a contemplar el mundo como un marine al que han soltado de noche en territorio enemigo, pero no me hagan caso. Esta semana he visto pocos aviones en el cielo y me noto raro, librepensador, como necesitado de fumigación.
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