Todos lo pagamos todo
La carta del director ·
«Haga la cuenta de cuánto gasta en consumos a domicilio, sin otro intermediario que un teléfono o cualquier plataforma digital. Se sorprenderá de lo poco que necesitamos salir a la calle»Francis Fukuyama, escritor y politólogo estadounidense, explica en su libro 'Identidad' que «la economía moderna se basa en que los seres humanos son 'maximizadores de ... la utilidad racional': son individuos que utilizan sus formidables habilidades cognitivas en pos de su propio interés. Hay varios supuestos adicionales aparejados a dicha teoría. Uno es que la unidad de cuenta es el individuo, en oposición a la familia, la tribu, la nación o algún otro tipo de grupo social. Que las personas cooperen entre sí se debe a que calculan que la cooperación servirá a su interés personal en mayor medida que si actúan por su cuenta». Aunque la reflexión se presta a múltiples matices, la experiencia demuestra que en las sociedades más desarrolladas y digitalizadas los individuos cada vez manejan menos motivos racionales para apoyarse en la cooperación colectiva o siquiera tenerla en cuenta. Internet nos convierte a los ciudadanos en consumidores encerrados en burbujas cada vez más impermeables unas de las otras. Y más egoístas. Haga la cuenta de cuánto gasta en consumos a domicilio, sin otro intermediario que un teléfono o cualquier plataforma digital. Se sorprenderá de lo poco que necesitamos salir a la calle para nada que no sea dar un paseo.
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Toda actividad on line, sea administrativa, educativa, económica, comercial o de cualquier clase es, por definición, individual. Ahora bien, de ningún modo personal. Ni privada, pues desde que se introduce cualquier dato en la red, éste pasa a engordar el valioso capital estadístico de los grandes operadores mundiales. Todo esto no siempre queda claro porque el entorno de conocimiento y aproximación de los ciudadanos a las realidades sociales, colectivas, a aquellas en las que cooperamos, políticas sobre todo, se está pudriendo a pasos agigantados. Y también se ven influidos por el distanciamiento del 'otro' que estimulan esas mismas redes sociales digitales. La periodista filipina y premio Nobel de la Paz Maria Ressa ponía el acento en ello en una entrevista en El País: «Cuando se corrompe el debate público de la forma en que lo han hecho las redes sociales, eso tiene un impacto en toda la sociedad. Las grandes tecnológicas son como las grandes compañías tabaqueras. Saben que lo que hacen es dañino, pero han ganado millones de dólares». Aquí tenemos, sin embargo, a muchos de nuestros líderes políticos, que deberían proteger por encima de todo el valor de lo público y lo colectivo, alimentando la confusión entre lo verdadero y lo falso, lo noticioso y lo propagandístico: profundizando en el aislamiento y la bruma… Hace unos días, un gobierno autonómico publicaba un vídeo en Twitter sobre la inauguración de un centro de salud. Lo hacía con la sintonía de un boletín horario de radio y una carátula con un letrero enorme que decía 'ACTUALIDAD. NOTICIAS'. Solo al final del vídeo ponía durante un segundo la autoría: 'Junta de Extremadura'. Propaganda. Legítima, pero solo propaganda, para nada noticias. Así que el lío es monumental. Sobre todo cuando hablamos de dinero. El choque entre una concepción radicalmente egocentrista de nuestro sitio en el mundo y la existencia de innumerables elementos decisivos para todos que todavía siguen siendo necesariamente compartidos (un marco legislativo común, una moneda de curso legal, unos presupuestos y una deuda públicos, por ejemplo…) es brutal. Por eso, y porque nuestros cerebros están diseñados para acomodarse a aquellas ideas y percepciones que mejor se adapten a nuestras propias necesidades, funciona tan bien lo de subir las pensiones, el salario mínimo o, como prometía la candidata a la Alcaldía de Madrid por el PSOE, la vallisoletana Reyes Maroto, un bonobús gratis para menores de 30 años. Ni que decir tiene si se decidiese topar el precio de los alimentos o las hipotecas a tipo variable, como ya se hace con los alquileres. Funciona de perlas porque hemos perdido de vista que todo, absolutamente todo, en una economía compartida desencadena consecuencias compartidas. Todos lo pagamos todo tarde o temprano. José A. Herce, doctor en Economía, daba en el clavo en una Tercera de ABC: «Para muchos entusiastas de las pensiones, el problema se reduce a que sea la sociedad quien elija el modelo de pensiones que desea tener. Bueno, no es tan sencillo. La sociedad puede perfectamente elegir un modelo imposible de financiar. ¿Cómo? Sencillamente votando al partido que le prometa duros a cuatro pesetas. Que los hay. Pero llevar el gasto en pensiones del 13% del PIB al 17% no sale gratis y no es nada fácil». La economía se resume más en paradojas del tipo 'compra caro que somos pobres' que en eslóganes populistas en los que se crea la falsa ilusión de que todos podemos vivir, gratis, como si fuéramos ricos.
Vivimos en una campaña electoral permanente. Cuidado. Quizás no será algo que se perciba de manera evidente ni inmediata, pero recordemos que cada euro que se gasta en una cosa no se gasta en otra. Que cada crédito que se pide se sabe lo que cuesta hoy, pero no hasta qué punto puede arruinarte el futuro. Que cuando se desatan las inyecciones de liquidez en el sistema -dinero gratis- como sucede desde hace años, se corre el riesgo de que, a la mínima, como también viene sucediendo, no solo entremos en periodos híper inflacionistas, sino de que cueste mucho atajarlos. Siempre dolorosamente.
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