El ocio es una palabra anfibia, seca y húmeda. Dice tantas cosas, tan distintas y contrarias que enseguida nos desequilibra. Cuenta Plutarco de Dionisio el ... Viejo, mezcla sarmentosa de tirano y mecenas, que no quería tener momentos de ocio, porque en su opinión «el arco se rompe cuando está tenso, pero el alma cuando se distiende». Muchos aprobarán esta idea, porque les horroriza, bajo amenaza melancólica, andar por la vida desocupados, descansados o con tiempo libre de sobra. El ocio no les llega con sabor a placer sino con el gusto de la modorra y la somnolencia. Si no se emplean a fondo, el ocio les sume en aburrimiento y tristeza. «Fui el niño al que aburría divertirse», dejó escrito Paul Valery.
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Para otros muchos, en cambio, la acción continua o la inercia mecánica de la vida son malas consejeras. La falta de reposo les deja frígidos y sin ningún deseo febril. Necesitan descansar para poder ocuparse de algo, aburrirse para divertirse y tener hambre para disfrutar. Y no conocen placer superior a ese descanso, a ese aburrimiento y a esa hambre. Entienden o sienten que el placer no procede de la monotonía de las cosas sino de su diferencia.
Y quien habla del ocio y la actividad dice lo mismo de su mejor valedor, que no es otro que la pareja de placer y desagrado. Al placer precisamente llegamos por el contraste, no por la continuidad. El placer muy seguido deja de serlo porque le falta respirar, coger aire. «Conseguir el máximo placer mediante la renuncia al placer», es la recomendación de Cicerón al respecto para no ahogarse. Cicerón y su calculada austeridad son un buen ejemplo para ese grupo de personas que sólo encuentran satisfacción conteniéndose, moderándose, frenando los gozos cuando percuten muy seguidos y muy cercanos. Conocen que sólo el casto alcanza las cotas más altas de lujuria y no se resisten a probar su suerte reprimiéndose. En Epicuro, maestro máximo en estos quehaceres, leemos que «ni la intemperancia debe evitarse por sí misma, ni la templanza debe buscarse porque huya de los placeres, sino porque los proporciona mayores».
Además, a quien cuida el contraste también le observamos enamorado de la brevedad. Se aviene bien a defenderse de la tristeza apurando el tiempo y la cantidad. «Lo bueno, si breve, dos veces bueno», era una admonición que oíamos con frecuencia de pequeños. A lo que solían añadir profesoralmente que «lo mucho cansa y lo poco agrada». Son de agradecer estas frases de los padres. Orientan en la vida y favorecen el trato con los demás. Me parece menos acertada, en cambio, la advertencia pedagógica que oí de los jesuitas, insistiendo en que el ocio es la madre de todos los vicios. Pues de mayores descubrimos que el ocio es el fermento de la excelencia y que el vicio, siguiendo a Sade, que no era sólo sádico sino sabio, es el camino más corto que conduce a la virtud.
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