Calor anormal. Cielos de tormenta. Raras enfermedades. Viruela del mono. Y, con todo, ni lo uno ni lo otro –ni el sofoco ni el reciente ... virus– son, quizá, lo peor de lo que ahora está sucediendo en el mundo. Hay noticias más preocupantes y tristes, como la vergüenza occidental de haber abandonado a las mujeres de Afganistán a su suerte. Presentadoras de televisión con el rostro tapado. Mordaza de la voz, ocultamiento de la imagen: malos tiempos para la libertad. Armas, desastres, éxodos y hambre.
Publicidad
Una guerra y una epidemia que no se sabe cuánto tiempo durarán. Un panorama que puede parecer apocalíptico. Ciudades destruidas, allá. Regiones cada vez más despobladas, aquí. Como Castilla y León, solo por detrás de Asturias en el riesgo de la pérdida de población. Una Comunidad Autónoma que no termina de encontrarse, hoy, o que apunta con extraviarse en el mañana.
Aunque la gente sigue su vida como si no pasara nada. España recibe y despide a su rey vagabundo. Mucha curiosidad mediática, un poco de jolgorio y preguntas sin respuesta. Hasta la próxima. Y –mientras– Europa, más que mostrarse unida, se delata en trance de dinamitar desde dentro su propio y noble afán de apoyar a Ucrania contra la invasión de Rusia. ¿Ocaso de Occidente? Quien no atraviesa por la decadencia o el declive es porque aún no habría llegado a ser identificado o admitido como perteneciente a una época, instante o nivel destacables. Ese es el drama de muchos invasores, como Putin. La frustración del bárbaro. El triunfo efímero de la fuerza bruta. Las victorias irrelevantes.
Si bien Europa, España, Castilla y León deberían tomarse más en serio a sí mismas. No creer en uno es la manera más directa de fracasar; y no saber a dónde se pretende ir o qué se quiere ser, la forma más segura de perderse. Ahí reside el verdadero peligro. El riesgo auténtico de desaparecer. Porque llegarán tiempos aún difíciles, pero –al cabo– volverán otros mejores. Aquella canción que los Byrds llevaron a la cima de las listas de éxitos así lo decía: «Hay un momento para todo / y un tiempo para cada cosa bajo el sol».
Publicidad
El texto, extraído descaradamente del bíblico libro del Eclesiastés, aseguraba –basándose en esa mecánica de un eterno girar– que las cosas acabarían arreglándose. Eran los años de la guerra de Vietnam y el mensaje final de aquellos versos tomados en préstamo del Antiguo Testamento resultaban reconfortantes: «Hay tiempo de guerra y tiempo de paz».
No obstante, lo que revela ese pasaje del Eclesiastés es intemporalmente fatal y duro: «Hay tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar y tiempo de curar; tiempo de destruir y tiempo de edificar». Al leerlo, vienen a nuestra mente con todo su peso y doloroso eco las imágenes y gritos de la guerra en Ucrania: ese horror reciente. Como al seguir leyendo, recordamos los días de la pandemia y del confinamiento: «Tiempo de abrazarse y tiempo de separarse; tiempo de buscar y tiempo de perder». Terribles instantes de separación, aislamiento y pérdidas.
Publicidad
Haber vivido lo suficiente para pasar por todas estas circunstancias nos enseña a comprender el miedo de otros. Por ejemplo, aquel temor de nuestros padres y abuelos, que nos parecía entonces enfermizo, a que volviera a producirse una guerra, a que una gripe como la de principios del siglo XX arrasara la vida en sus pueblos; a que nos castigara la sequía y se multiplicaran plagas y catástrofes sin cuento en campos o ciudades.
Porque ellos habían sabido lo que es deambular de niño por una aldea fantasmal de puertas cerradas por donde solo salían, al abrirse, ataúdes hacia el cementerio; porque –igualmente– conocieron etapas en que morir era más probable que vivir y los cielos se ensombrecían con aviones cargados de destrucción; porque hubo unos meses de verano en que la fiesta paró y calles, ríos o cunetas se llenaron de cadáveres. «Un tiempo de callar», más que «de hablar». Un tiempo, más que «de amar», o de querer entenderse, de odiar y «de aborrecer». Haber vivido tanto nos enseña que lo «normal» suele ser el conflicto y no el acuerdo; el dolor y no la dicha.
3€ primer mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión