Hoy vengo a darle las gracias al presidente Sánchez. Es de justicia. Su ocurrencia de imponer el uso de mascarillas en espacios exteriores (medida sin ... ningún rigor, ni base científica que la avale) derivó en uno de esos momentos paradójicos en los que una mala idea produce, involuntariamente, un buen efecto. En este caso: reconciliar a un país dividido y crispado.
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Por una vez, y durante unas horas –pues luego se rectificó– no hubo fascistas, ni antifascistas; izquierdas, ni derechas; liberales, comunistas, conservadores o socialistas. Por una vez, todos nos reconocimos miembros de la nación del sentido común frente al disparate. Ha sido un espejismo efímero, pero reconfortante.
En cierto modo ¿no podemos considerarlo una especie de milagro de aspecto laico? ¿No ocurría todo esto a escasos días de la Nochebuena? Como en esos episodios mágicos vividos en algunas trincheras de la Primera Guerra Mundial, y de nuestra Guerra Civil, cuando la tropa decretó una tregua en honor a la Navidad, aquí se improvisó un armisticio en favor del sentido común. Y si entonces la suspensión de hostilidades recordó a los soldados su humanidad común, en nuestro presente unos y otros nos reconocimos en la patria de la ciudadanía atropellada.
Fue una tregua fugaz, desde luego. Pero no se deben despreciar los efectos de lo efímero. En este episodio se iluminaron varias verdades importantes. La principal: que la ciudadanía ha perdido la inocencia y desconfía ya de los fingimientos con que la clase política intenta ocultar su impotencia, o su incapacidad. La medida de las mascarillas exteriores sólo tenía sentido como placebo, dirigido a todas esas señoras (y señores) del visillo que necesitan que les receten restricciones de libertad y de vida social, pues de lo contrario creen que su médico no hace nada.
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La otra verdad que ha aflorado es más problemática: hay hartazgo social. Un cansancio, en parte, justificado por las idas y vueltas, incluso desvaríos, de nuestros representantes públicos.
¿No es posible hacer nada entonces? Sí. Seguir con la vacunación de dosis de refuerzo –la efectividad de las vacunas no es eterna, aunque a algunos les cueste entenderlo– y reforzar la atención primaria, que es la parte del sistema que está más desbordada. Y en el caso de los ciudadanos, apelar a su sentido de la prudencia y de la responsabilidad, no sólo en lo referido a ellos mismos, sino para con los demás, especialmente los más próximos. No podemos vivir aterrados, pero tampoco como si no pasara nada.
Entretanto, los otros muros (políticos) que nos separaban se han agrietado un poco. Quizás sea el principio de una esperanza.
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